Dpto. Religión

4º ESO

Curso 2007/08

AÑO 1215 /  CONCILIO IV DE LETRÁN

 

                                                                                                                

 

Inocencio III  sintió la necesidad de reunir de nuevo a los obispos de la Iglesia católica. Quería arreglar definitivamente el problema de la liberación de Tierra Santa y de la reforma de la Iglesia universal. Para lograr esto, se esforzó por dar a esta reunión la mayor amplitud posible. Envió sus cartas de invitación con dos años de antelación, el 19 abr. 1213. Ordenaba que sólo dos obispos en cada provincia eclesiástica podrían permanecer en su lugar para despachar los asuntos corrientes; los demás debían ir al Concilio. Esta asamblea, abierta el 11 nov. 1215, fue la más numerosa de las que habían tenido lugar desde 1123. Se reunieron 412 obispos, 800 abades y priores, y numerosos representantes de los obispos y abades que no habían podido venir. Estaban presentes muchos prelados orientales. Participó en los trabajos S. Domingo de Guzmán en persona.

Por primera vez, estaban presentes en el Concilio los obispos de la Europa Oriental, de Bohemia, de Hungría, de Polonia, de los Países Bálticos, que no habían estado representados hasta entonces. El Emperador, los reyes de Francia, de Aragón, de Inglaterra, de Hungría, los Estados latinos de Oriente, habían enviado oradores para representarles. Era en verdad la asamblea completa de la cristiandad occidental.

En tres sesiones, los días 11, 20 y 30 de noviembre de 1215, los padres estudiaron los diversos problemas. De su trabajo nos quedan 70 cánones disciplinares y dogmáticos y un decreto sobre la cruzada. La lucha contra la herejía de los cátaros fue la primera preocupación de este Concilio. Además de su condenación, el Concilio tomó una serie de medidas destinadas a limitar su progreso y a impedir su renacimiento. En el canon I, los padres condenaron solemnemente el catarismo en una profesión de fe que volvía a definir con fuerza cada punto de la doctrina católica rechazado por los cátaros. Después de la refutación de su maniqueísmo, afirmando que Dios es el único creador de todas las cosas, la declaración insistía sobre la doctrina de los sacramentos y la función del sacerdocio, objeto de los constantes ataques de los cátaros. Se recordaba que sólo el sacerdote puede administrar ciertos sacramentos, que el pan y el vino son la materia necesaria para la celebración del sacrificio, en el curso del cual se da la transubstanciación (aparece esta palabra por primera vez en el Magisterio eclesiástico); el matrimonio de los laicos es bueno y no podrá impedirles la consecución de la felicidad eterna.

Pero el Concilio y el Sumo Pontífice se dieron cuenta de que sólo la reforma profunda de la Iglesia, tanto de las costumbres de los clérigos como de la disciplina de los laicos, impediría el retoño de una tal herejía. Se decidió también en el canon  21, al que se continúa llamando canon  Utriusgue sexus, decreto de ambos sexos, que todos los fieles de uno y otro sexo que hubieran alcanzado la edad de la razón estarían obligados a confesarse una vez al año y a comulgar en Pascua. Para depurar las formas de piedad, el canon  62 reglamentó la veneración de las reliquias. Se prohibió venderlas y proponer otras nuevas a la veneración de los fieles sin la autorización del Papa. Fueron prohibidos los relatos de falsos milagros. Se volvieron a tomar todos los cánones de los concilios medievales anteriores que trataban de la simonía, del nicolaísmo, del lujo del vestido, del cúmulo de beneficios, etc. Se recordaba a los clérigos en el canon  66 que en las ceremonias eclesiásticas la contribución de los fieles era voluntaria y que no podían determinar una tarifa ni imponerla. El canon  20 insistió sobre la limpieza que debía existir en las iglesias y sobre las condiciones en las que debían ser conservados la Eucaristía y el Santo Crisma.

Tres decretos reglamentaron los problemas de la jerarquía eclesiástica. Una vez más se fijó el orden de precedencia de las sedes patriarcales en el siguiente orden: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén.

 El decreto sobre la cruzada sirvió de conclusión a los trabajos del Concilio. Se determinó la cita de los cruzados para el 1 de junio de 1217 en Sicilia para aquellos que partían por mar. Se ordenó la predicación de la nueva cruzada por toda la cristiandad. Se extendió el beneficio de la indulgencia plenaria a los que contribuían con su dinero a la construcción de los navíos para la cruzada, bajo las mismas condiciones que regían hasta entonces para aquellos que iban a combatir a Tierra Santa. De este modo, el decreto se proponía, no sólo suscitar una nueva cruzada que sería la quinta, sino también quiso poner el ideal de la cruzada al alcance de todo el Occidente cristiano, permitiendo a aquellos que no podían partir beneficiarse de todas sus ventajas espirituales. Era una manera de asociar a los combatientes a toda la gran masa de los cristianos que no partía para la cruzada. Bastaba que ayudaran financieramente a la organización de la cruzada, que se arrepintieran de sus faltas y se confesaran, para beneficiarse de las indulgencias previstas para los cruzados.

      Este cuarto Concilio de Letrán ha tenido, por consiguiente, una importancia extraordinaria en plena Edad Media. Dominado por la fuerte personalidad de Inocencio III, marcó, sin embargo, un punto armonioso de colaboración entre el Papa y los padres del concilio. En su cuidado por la lucha contra el catarismo, señaló algunos puntos dogmáticos preciosos. Gracias al canon 1, la disciplina sacramental hizo reales progresos entre los laicos.

 Bibliografía

Gran Enciclopedia Rialp

Hertling, Ludwig; Historia de la Iglesia