Inocencio III
sintió la necesidad de reunir de nuevo a los obispos de la
Iglesia católica. Quería arreglar definitivamente el problema
de la liberación de Tierra Santa y de la reforma de la Iglesia
universal. Para lograr esto, se esforzó por dar a esta reunión
la mayor amplitud posible. Envió sus cartas de invitación con
dos años de antelación, el 19 abr. 1213. Ordenaba que sólo dos
obispos en cada provincia eclesiástica podrían permanecer en
su lugar para despachar los asuntos corrientes; los demás
debían ir al Concilio. Esta asamblea, abierta el 11 nov. 1215,
fue la más numerosa de las que habían tenido lugar desde 1123.
Se reunieron 412 obispos, 800 abades y priores, y numerosos
representantes de los obispos y abades que no habían podido
venir. Estaban presentes muchos prelados orientales. Participó
en los trabajos S. Domingo de Guzmán en persona. |
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Por
primera vez, estaban presentes en el Concilio los obispos de la
Europa Oriental, de Bohemia, de Hungría, de Polonia, de los Países
Bálticos, que no habían estado representados hasta entonces. El
Emperador, los reyes de Francia, de Aragón, de Inglaterra, de
Hungría, los Estados latinos de Oriente, habían enviado oradores
para representarles. Era en verdad la asamblea completa de la
cristiandad occidental.
En tres
sesiones, los días 11, 20 y 30 de noviembre de 1215, los padres
estudiaron los diversos problemas. De su trabajo nos quedan 70
cánones disciplinares y dogmáticos y un decreto sobre la cruzada.
La lucha contra la herejía de los cátaros fue la primera
preocupación de este Concilio. Además de su condenación, el
Concilio tomó una serie de medidas destinadas a limitar su
progreso y a impedir su renacimiento. En el canon I, los padres
condenaron solemnemente el catarismo en una profesión de fe que
volvía a definir con fuerza cada punto de la doctrina católica
rechazado por los cátaros. Después de la refutación de su
maniqueísmo, afirmando que Dios es el único creador de todas las
cosas, la declaración insistía sobre la doctrina de los
sacramentos y la función del sacerdocio, objeto de los constantes
ataques de los cátaros. Se recordaba que sólo el sacerdote puede
administrar ciertos sacramentos, que el pan y el vino son la
materia necesaria para la celebración del sacrificio, en el curso
del cual se da la transubstanciación (aparece esta palabra por
primera vez en el Magisterio eclesiástico); el matrimonio de los
laicos es bueno y no podrá impedirles la consecución de la
felicidad eterna.
Pero el
Concilio y el Sumo Pontífice se dieron cuenta de que sólo la
reforma profunda de la Iglesia, tanto de las costumbres de los
clérigos como de la disciplina de los laicos, impediría el retoño
de una tal herejía. Se decidió también en el canon 21, al que se
continúa llamando canon Utriusgue sexus, decreto de ambos
sexos, que todos los fieles de uno y otro sexo que hubieran
alcanzado la edad de la razón estarían obligados a confesarse una
vez al año y a comulgar en Pascua. Para depurar las formas de
piedad, el canon 62 reglamentó la veneración de las reliquias. Se
prohibió venderlas y proponer otras nuevas a la veneración de los
fieles sin la autorización del Papa. Fueron prohibidos los relatos
de falsos milagros. Se volvieron a tomar todos los cánones de los
concilios medievales anteriores que trataban de la simonía, del
nicolaísmo, del lujo del vestido, del cúmulo de beneficios, etc.
Se recordaba a los clérigos en el canon 66 que en las ceremonias
eclesiásticas la contribución de los fieles era voluntaria y que
no podían determinar una tarifa ni imponerla. El canon 20
insistió sobre la limpieza que debía existir en las iglesias y
sobre las condiciones en las que debían ser conservados la
Eucaristía y el Santo Crisma.
Tres
decretos reglamentaron los problemas de la jerarquía eclesiástica.
Una vez más se fijó el orden de precedencia de las sedes
patriarcales en el siguiente orden: Roma, Constantinopla,
Alejandría, Antioquía, Jerusalén.
El
decreto sobre la cruzada sirvió de conclusión a los trabajos del
Concilio. Se determinó la cita de los cruzados para el 1 de junio
de 1217 en Sicilia para aquellos que partían por mar. Se ordenó la
predicación de la nueva cruzada por toda la cristiandad. Se
extendió el beneficio de la indulgencia plenaria a los que
contribuían con su dinero a la construcción de los navíos para la
cruzada, bajo las mismas condiciones que regían hasta entonces
para aquellos que iban a combatir a Tierra Santa. De este modo, el
decreto se proponía, no sólo suscitar una nueva cruzada que sería
la quinta, sino también quiso poner el ideal de la cruzada al
alcance de todo el Occidente cristiano, permitiendo a aquellos que
no podían partir beneficiarse de todas sus ventajas espirituales.
Era una manera de asociar a los combatientes a toda la gran masa
de los cristianos que no partía para la cruzada. Bastaba que
ayudaran financieramente a la organización de la cruzada, que se
arrepintieran de sus faltas y se confesaran, para beneficiarse de
las indulgencias previstas para los cruzados.
Este cuarto Concilio de Letrán ha tenido, por consiguiente, una
importancia extraordinaria en plena Edad Media. Dominado por la
fuerte personalidad de Inocencio III, marcó, sin embargo, un punto
armonioso de colaboración entre el Papa y los padres del concilio.
En su cuidado por la lucha contra el catarismo, señaló algunos
puntos dogmáticos preciosos. Gracias al canon 1, la disciplina
sacramental hizo reales progresos entre los laicos.
Bibliografía
Gran Enciclopedia Rialp
Hertling, Ludwig; Historia de la Iglesia
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