El papado de Avignon,
El exilio de Avignon.
En 1215 Avignon tomó
partido por el emperador y por el conde de Tolosa, lo que le
acarrearía el ser asediada por el rey de Francia y por el legado
del Papa (1226) y sometida duramente por Alfonso de Poifiers,
conde de Tolosa desde la muerte de Raimundo VII. Con toda la
herencia de éste, pasó al rey de Francia (1270), quien la cedió
después al conde de Provenza (1290), hasta que en 1348 fue
comprada por el Papa. Constituía un enclave en el antiguo
marquesado de Provenza, o Condado Venaissin, adquirido también por
el Papa en 1274.
Clemente V, fue
elegido en Perugia el 5 de junio de 1305, después de un cónclave
de once meses, vivió cuatro años en Francia antes de buscar en el
Condado una residencia provisional. Juan XXII (1316-1334), que
había sido obispo de Avignon, permaneció allí cuando fue elegido
Papa. Su sucesor, Benedicto XII (1334-1342), no teniendo
esperanzas de regresar a Italia, comenzó a construir el famoso
«Palacio de los Papas». Residieron allí Clemente VI (1342-1352),
Inocencio VI (1352-1362), Urbano V (1362-1370), que intentó volver
a Italia, pero permaneció poco tiempo. Gregorio XI (1370-78)
abandonó de nuevo Avignon (13 sept. 1376) y vino a morir a Roma,
en donde tuvo lugar el cónclave que eligió a Urbano VI. Cuando se
consumó el Cisma de Occidente, Clemente VII volvió a Avignon (20
jun. 1379) que vino a ser el centro de la obediencia llamada
aviñonesa. Su sucesor Benedicto XIII, asediado en el Palacio,
logró evadirse el 11 de marzo de 1403.
Palacio de los
Papa en Avignon |
El
papado de Avignon.
A principios del siglo XIV Italia es el objeto de luchas que hacen
difícil la permanencia del papado; la guerra se prolonga durante
treinta años en Ferrara, en Lombardía, y fue preciso que el
cardenal Albornoz hiciera la reconquista del Patrimonio. En Roma,
Cola di Rienzo, insensato o místico, se proclama libertador de la
República (1347-54). La lucha es abierta entre la Sicilia
aragonesa y el reino angevino de Nápoles. En Francia, el proceso
de los Templarios (1307-11) provoca un grave conflicto con el rey
Felipe el Hermoso, que además se empeña en perseguir la memoria de
Bonifacio VIII. En Inglaterra, el «Statute of Provisors» establece
el sometimiento de la Iglesia al Estado. |
De toda la cristiandad
se recurre a Avignon. La curia reivindica sobre todo el derecho de
designar a los titulares de todos los beneficios, suprimiendo así
las elecciones y privando a los que conferían estos títulos de sus
derechos. El Papa llega a retener el nombramiento de todos los
obispos y de todos los monasterios de hombres. Pretende el derecho
de regalía, es decir, el disfrute de las rentas de un beneficio
durante el tiempo de su vacancia. Para los beneficios llamados
menores, canonjías, curatos, prioratos, acude a los «mandatos de
provisión», que no son otra cosa que un nombramiento directo, o a
las «gracias expectativas», que permiten nombrar un sucesor a un
titular todavía en funciones. Los obispos se intitulan en adelante
«obispos por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica»;
corrientemente son trasladados de una sede a otra, de ahí la
práctica de «movimientos episcopales»; se mostrarán en adelante,
en general, como adictos al Papa y servirán su política. El
sistema permite con frecuencia acumulaciones deplorables de
cargos; en compensación tiene algunas felices consecuencias: las
elecciones eran la ocasión de tratos poco honorables y podían
algunas veces degenerar en cismas diocesanos; los clérigos
graduados consiguen más fácilmente los beneficios.
El exilio de Avignon. Para
los italianos Petrarca y Dante sobre todo el exilio del Papado es
un escándalo, una nueva cautividad de Babilonia. Roma ya no está
en Roma; ilegítimamente ha sido reemplazada por Avignon, que ha
venido a ser la «sentina de todos los vicios». Son condenadas la
riqueza de la Curia y la avaricia de los recaudadores, mientras
que la mística de la pobreza agita los espíritus en este doloroso
fin de la Edad Media, lleno de disturbios y de guerras y en donde
las plagas se multiplican.
La historia ha
retenido sobre todo los conjuros de S. Catalina de Siena. Ella
hablaba en nombre de los «pobres de Jesús», de las «ovejas que
esperan un pastor»; exigía a Gregorio XI que regresara
«valientemente a la Sede de S. Pedro que salva a la Iglesia de la
división y de la iniquidad». Sin el Papa Italia no es sino una
«barca sin barquero en medio de una terrible tempestad». Y, como
un eco, S. Brígida de Suecia condena a Avignon por su orgullo, su
avaricia, su lujuria, su simonía: «este campo lleno de cizaña que
es necesario extirpar de raíz».
Vehemencia injusta,
han repetido frecuentemente los historiadores franceses: muchos de
los papas de los s. XII y XIII no han residido en Roma; Juan XXII
y sus sucesores no han practicado más que otros el nepotismo y la
simonía; ellos eran de Languedoc más que franceses y si trataban
con miramiento al rey de Francia, no se sometieron nunca a todos
sus caprichos. El exilio no explica por otra parte ni el Cisma ni
la decadencia del sentimiento religioso.
Todos los argumentos
así presentados pueden ser verdaderos políticamente, pero
absolutamente sólo era verdadera la intuición mística de Catalina
de Siena: sólo Roma podía ser la capital de la cristiandad.
Bibliografía
Enciclopedia GER |