Dpto. Religión

4º ESO

Curso 2007/08

AÑO  1309-1377   /     PONTÍFICES DE AVIGNON.

Iban Larrañaga

                                                                                                                

El papado de Avignon, El exilio de Avignon.

 

En 1215 Avignon tomó partido por el emperador y por el conde de Tolosa, lo que le acarrearía el ser asediada por el rey de Francia y por el legado del Papa (1226) y sometida duramente por Alfonso de Poifiers, conde de Tolosa desde la muerte de Raimundo VII. Con toda la herencia de éste, pasó al rey de Francia (1270), quien la cedió después al conde de Provenza (1290), hasta que en 1348 fue comprada por el Papa. Constituía un enclave en el antiguo marquesado de Provenza, o Condado Venaissin, adquirido también por el Papa en 1274.

 Clemente V, fue elegido en Perugia el 5 de junio de 1305, después de un cónclave de once meses, vivió cuatro años en Francia antes de buscar en el Condado una residencia provisional. Juan XXII (1316-1334), que había sido obispo de Avignon, permaneció allí cuando fue elegido Papa. Su sucesor, Benedicto XII (1334-1342), no teniendo esperanzas de regresar a Italia, comenzó a construir el famoso «Palacio de los Papas». Residieron allí Clemente VI (1342-1352), Inocencio VI (1352-1362), Urbano V (1362-1370), que intentó volver a Italia, pero permaneció poco tiempo. Gregorio XI (1370-78) abandonó de nuevo Avignon (13 sept. 1376) y vino a morir a Roma, en donde tuvo lugar el cónclave que eligió a Urbano VI. Cuando se consumó el Cisma de Occidente, Clemente VII volvió a Avignon (20 jun. 1379) que vino a ser el centro de la obediencia llamada aviñonesa. Su sucesor Benedicto XIII, asediado en el Palacio, logró evadirse el 11 de marzo de 1403.

Palacio de los Papa en Avignon

 El papado de Avignon. A principios del siglo XIV Italia es el objeto de luchas que hacen difícil la permanencia del papado; la guerra se prolonga durante treinta años en Ferrara, en Lombardía, y fue preciso que el cardenal Albornoz hiciera la reconquista del Patrimonio. En Roma, Cola di Rienzo, insensato o místico, se proclama libertador de la República (1347-54). La lucha es abierta entre la Sicilia aragonesa y el reino angevino de Nápoles. En Francia, el proceso de los Templarios (1307-11) provoca un grave conflicto con el rey Felipe el Hermoso, que además se empeña en perseguir la memoria de Bonifacio VIII. En Inglaterra, el «Statute of Provisors» establece el sometimiento de la Iglesia al Estado.

 De toda la cristiandad se recurre a Avignon. La curia reivindica sobre todo el derecho de designar a los titulares de todos los beneficios, suprimiendo así las elecciones y privando a los que conferían estos títulos de sus derechos. El Papa llega a retener el nombramiento de todos los obispos y de todos los monasterios de hombres. Pretende el derecho de regalía, es decir, el disfrute de las rentas de un beneficio durante el tiempo de su vacancia. Para los beneficios llamados menores, canonjías, curatos, prioratos, acude a los «mandatos de provisión», que no son otra cosa que un nombramiento directo, o a las «gracias expectativas», que permiten nombrar un sucesor a un titular todavía en funciones. Los obispos se intitulan en adelante «obispos por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica»; corrientemente son trasladados de una sede a otra, de ahí la práctica de «movimientos episcopales»; se mostrarán en adelante, en general, como adictos al Papa y servirán su política. El sistema permite con frecuencia acumulaciones deplorables de cargos; en compensación tiene algunas felices consecuencias: las elecciones eran la ocasión de tratos poco honorables y podían algunas veces degenerar en cismas diocesanos; los clérigos graduados consiguen más fácilmente los beneficios.

El exilio de Avignon. Para los italianos Petrarca y Dante sobre todo el exilio del Papado es un escándalo, una nueva cautividad de Babilonia. Roma ya no está en Roma; ilegítimamente ha sido reemplazada por Avignon, que ha venido a ser la «sentina de todos los vicios». Son condenadas la riqueza de la Curia y la avaricia de los recaudadores, mientras que la mística de la pobreza agita los espíritus en este doloroso fin de la Edad Media, lleno de disturbios y de guerras y en donde las plagas se multiplican.

 La historia ha retenido sobre todo los conjuros de S. Catalina de Siena. Ella hablaba en nombre de los «pobres de Jesús», de las «ovejas que esperan un pastor»; exigía a Gregorio XI que regresara «valientemente a la Sede de S. Pedro que salva a la Iglesia de la división y de la iniquidad». Sin el Papa Italia no es sino una «barca sin barquero en medio de una terrible tempestad». Y, como un eco, S. Brígida de Suecia condena a Avignon por su orgullo, su avaricia, su lujuria, su simonía: «este campo lleno de cizaña que es necesario extirpar de raíz».

 Vehemencia injusta, han repetido frecuentemente los historiadores franceses: muchos de los papas de los s. XII y XIII no han residido en Roma; Juan XXII y sus sucesores no han practicado más que otros el nepotismo y la simonía; ellos eran de Languedoc más que franceses y si trataban con miramiento al rey de Francia, no se sometieron nunca a todos sus caprichos. El exilio no explica por otra parte ni el Cisma ni la decadencia del sentimiento religioso.

 Todos los argumentos así presentados pueden ser verdaderos políticamente, pero absolutamente sólo era verdadera la intuición mística de Catalina de Siena: sólo Roma podía ser la capital de la cristiandad.

 

Bibliografía

Enciclopedia GER