Vigésimo Concilio
ecuménico de la Iglesia Católica; sus trabajos duraron desde el 8
de diciembre de 1869 hasta el 20 de octubre de 1870, en que fue
suspendido ante la acción militar emprendida por el ejército
italiano para incorporar Roma al Reino de Italia.
El Concilio Vaticano I
fue convocado en un momento histórico surcado de graves problemas
doctrinales y sociales y con la intención de hacer frente a la
situación que atravesaba la Iglesia en aquel momento.
En el aspecto de las
ideas, desde el s. XVIII Europa atravesaba una época de hondas
polémicas doctrinales. El desarrollo del racionalismo, la difusión
del deísmo y del indiferentismo religioso que de él deriva, el
agnosticismo, el idealismo con su significación panteísta, el
ateísmo y otras corrientes, al inspirar en un momento u otro a
parte de la intelectualidad occidental, hacen que el tema de las
relaciones entre razón y fe sea particularmente discutido.
El deseo de una profunda
clarificación doctrinal será, de hecho, la preocupación
fundamental del Concilio.
Los problemas sociales
son otro de los aspectos que se querían afrontar. Los católicos
-tanto los fieles como la jerarquía- habían manifestado atención
hacia los problemas sociales tan agudos en la época.
En un primer momento el
Papa había pensado convocar el Concilio para 1867, con ocasión del
centenario del martirio de S. Pedro y S. Pablo. Diversas
dificultades lo impidieron, pero Pío IX aprovechó la concurrencia
en Roma, con ese motivo, de más de 500 obispos para anunciar
oficialmente el Concilio en el Consistorio secreto celebrado el 26
de junio. Un año después promulgó la Bula Aeterni Patris por la
que convocaba a los padres conciliares para el 8 de diciembre de
1869. Asistirían obispos residenciales, cardenales, primados,
arzobispos, obispos titulares, generales de órdenes, abades
nullius» y superiores de congregaciones.
El Concilio fue
inaugurado el 8 de diciembre de 1869 y los temas que se
estudiaron quedaron reflejados en los documentos finales:
La Constitución sobre
la fe católica. Fue aprobada por unanimidad y promulgada bajo
el título de Constitución «Dei Filius».
La «Dei Filius» está dividida en un prólogo y cuatro capítulos
a los que se añaden cánones. El primer capítulo proclamaba la
existencia de un Dios personal, libre, creador de todas las
cosas e independiente del mundo material por Él creado. Se
condena el panteísmo y el materialismo. El segundo capítulo
enseña, en contra del ateísmo, del agnosticismo, del fideísmo
y del tradicionalismo, que ciertas verdades fundamentales,
como la existencia de Dios, podían ser conocidas por la razón.
Define a la vez la necesidad de la Revelación, transmitida a
través de las Escrituras y de la Tradición, para conocer más
fácilmente las verdades naturales y tener acceso a las
sobrenaturales. El tercer capítulo explica la naturaleza de la
fe, y frente al racionalismo declara que la fe católica no
repugna a la razón. En el capítulo final se exponen
ampliamente algunos aspectos de la relación entre fe y razón,
poniendo de manifiesto que no existe desacuerdo entre la
ciencia y la fe, y precisando que el dogma es inmutable,
aunque hay un desarrollo en su comprensión. |
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La Constitución sobre el
primado y la infalibilidad del Romano Pontífice: «Pastor Aeternus».
Después de haber declarado que la Iglesia fue instituida por
Cristo, el capítulo primero recuerda que Jesucristo confirió a
Pedro la primacía de jurisdicción y no únicamente el honor- sobre
la Iglesia entera, de manera que esa prerrogativa le deriva
directamente de Cristo y a través de la Iglesia. El capítulo
segundo afirma que el primado de Pedro ha de durar, por voluntad
divina, hasta el fin de los tiempos, en las personas de los
Pontífices Romanos.
El capítulo tercero se
refiere a la primacía jurisdiccional pontificia. Uno de los
párrafos define que el Papa posee una jurisdicción ordinaria,
inmediata y verdaderamente episcopal, no sólo en cuestiones de fe
y costumbres, sino en materia de disciplina eclesiástica sobre
todos los cristianos, fieles y pastores. La primacía del Pontífice
implica, para él, un derecho a comunicar libremente con todos sus
súbditos y para los creyentes, la facultad de recurrir en
cualquier causa a su autoridad. Se recuerda a la vez que esta
primacía pontificia no destruye, sino que al contrario refuerza,
la potestad que cada obispo tiene en su propia diócesis.
La doctrina de la
infalibilidad se expone en el capítulo cuarto. Declara primero,
que el Papa posee un poder de magisterio, en virtud del cual juzga
sin apelación en cuestiones de fe. Manifiesta luego como esta
autoridad ha sido siempre reconocida por la Iglesia y cita los
testimonios de los Concilios ecuménicos IV de Constantinopla, II
de Lyon y el de Florencia. Recuerda después que, a lo largo de la
historia, los Romanos Pontífices han ejercido su función de
magisterio en contacto con la Iglesia, y, sobre todo, con los
obispos. Este magisterio supremo, afirma, se ha considerado
siempre dotado de infalibilidad. Concretamente, tal infalibilidad
se da cuando el Papa hable ex cathedra, es decir, cuando, «como
pastor y doctor de todos los cristianos, define, por su suprema
autoridad apostólica, que una doctrina sobre la fe y las
costumbres debe ser aceptada por la Iglesia Universal». En suma,
el Papa es infalible por derecho divino, como sucesor de S. Pedro
en el gobierno supremo de la Iglesia, y no por una delegación que
le haya sido concedida con anterioridad ni en virtud del
consentimiento de la Iglesia, sino en virtud de la especial
asistencia divina que nos garantiza que lo que se define es
realmente la verdad revelada.
Conclusión del Concilio.
En julio de 1870 estalló la guerra franco-prusiana, que, mezclada
con el problema de la unidad italiana, iba a tener importantes
consecuencias para el Concilio. Pío IX hubiera deseado que las
sesiones de la Asamblea Vaticana prosiguieran, pero la
conflagración suponía un peligro para la ciudad de Roma, acentuado
por el hecho de que Napoleón III, con la esperanza de obtener la
ayuda de Italia frente a Prusia, retiró las tropas que defendían
la ciudad. Más tarde, la derrota francesa en Sedán precipitó los
acontecimientos. El ejército italiano se dirigió sobre Roma la
ocupó. El 9 de octubre los Estados Pontificios fueran anexionados
al Reino de Italia por plebiscito. Pío IX aplazó el Concilio sine
die y rechazó una propuesta de trasladarlo a Malinas.
Bibliografía
-
Enciclopedia
Rialp
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