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PARTE TERCERA

¿Es razonable ser creyente?

50 cuestiones actuales en torno a la fe

Alfonso Aguiló

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PARTE TERCERA

III. OBJECIONES... A LA IGLESIA CATÓLICA

14. LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS

¿Cómo Dios permite tantos errores?

Creo en Dios, pero no en los curas

El poder de la Iglesia

La labor social de la Iglesia

Las riquezas de la Iglesia

 

15. ¿DEBE LA IGLESIA PEDIR PERDÓN POR SUS ERRORES?

Un acto de coraje y humildad

Sin pedir nada a cambio

Dilucidar la verdad histórica

16. ¿QUÉ SUCEDIÓ REALMENTE CON LA INQUISICIÓN?

Un concepto errado de libertad religiosa

Reconocer los errores

Distinguir entre tópicos y verdades

La verdad sobre las cifras

17. ¿CUÁL FUE EL ERROR EN EL CASO GALILEO?

Una comparación

Una vieja controversia

La verdad sobre la condena

Diálogo entre ciencia y fe

18. ¿CÓMO ACTUÓ LA IGLESIA ANTE EL NAZISMO?

La Santa Sede y el Holocausto nazi

Un breve repaso histórico

La acción más prudente y eficaz

19. ¿QUÉ HA APORTADO EL CRISTIANISMO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD?

Los primeros cristianos

Ante las invasiones bárbaras

Luces y sombras

El embate de los totalitarismos

Hacer balance

 

 

 

 

 

 

 

 

20. ¿QUÉ HAY DE VERDAD EN TANTAS OTRAS LEYENDAS NEGRAS?

Las historia de las misiones

La abolición de la esclavitud

Preocupación por los que sufren

Las cruzadas

Isabel la Católica

Miguel Servet

Transfusiones de sangre

Escándalos de abusos sexuales

¿No hacer nada para no equivocarse?

21. ¿UNA INSTITUCIÓN OPRESIVA Y ANTICUADA?

Falta de pluralismo

¿Son necesarios los dogmas?

El prestigio de la Iglesia

Superar viejos estereotipos

22. ¿UNA ANTIGUA DESCONFIANZA HACIA LA MUJER?

¿Inferioridad de la mujer?

¿Por qué las mujeres no pueden ordenarse?

El papel de la mujer

23. LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA

Un problema de diccionario

Peligrosas simplificaciones

¿Intransigencia?

24. ¿SON NECESARIOS LOS DOGMAS?

¿No es la Iglesia demasiado dogmática?

¿Intolerancia en la Iglesia?

¿Por qué hace proselitismo?

¿Por qué impone sanciones a teólogos?

25. SI MODERARA SUS EXIGENCIAS...

¿No lograría más adhesiones?

¿Por qué no pueden casarse los curas?

¿No debería adaptarse más a los tiempos?

¿No debería ser más comprensiva?

 

 

 

 

 

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PARTE TERCERA

 

Lo peor que hacen los malos

es obligarnos a dudar de los buenos.

                                Jacinto Benavente

 

III. OBJECIONES... A LA IGLESIA CATÓLICA

14. LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS

¿Cómo Dios permite tantos errores?

En los años siguientes a la Primera Guerra Mundial —cuenta José Orlandis—, un joven llamado Gétaz, que ocupaba un alto cargo dentro del socialismo suizo, recibió de su partido el encargo de elaborar un dossier para una campaña que se pretendía lanzar contra la Iglesia católica.

Gétaz puso manos a la obra, con la seriedad y el rigor propios de un político helvético, y recogió multitud de testimonios, estudió la doctrina católica y la historia del cristianismo desde sus primeros siglos, de modo que en poco tiempo logró reunir una amplísima documentación.

El resultado de todo aquello fue bastante sorprendente. Paso a paso, el joven político llegó al convencimiento de que la Iglesia católica no podía ser invención de hombres. Dos mil años de negaciones, sacudidas, cismas, conflictos internos, herejías, errores y transgresiones del Evangelio, la habían dejado, si no intacta, sí al menos en pie. Las propias deficiencias humanas que en ella se advertían a lo largo de veinte siglos, mezcladas siempre con ejemplos insignes de heroísmo y de santidad, las veía como un argumento a favor de su origen divino: "Si no la hubiera hecho Dios —concluyó—, habría tenido que desaparecer mil veces de la faz de la tierra".

El desenlace de todo aquel episodio fue muy distinto a lo que sus jefes habían planeado. Gétaz se convirtió al catolicismo, se hizo fraile dominico, y en su cátedra del Angelicum, en Roma, enseñó durante muchos años, precisamente, el tratado acerca de la Iglesia. Sus clases tenían el interés de ser, en buena medida, como un relato autobiográfico, como el eco del itinerario de su propia conversión.

—Pero la reacción de muchos otros ante las miserias de los miembros de la Iglesia es bien distinta. Me pregunto si no habría sido mejor, ya que Dios lo puede todo, que al menos los ministros de su Iglesia hubieran estado exentos de tantos vicios...

Si Jesucristo hubiera tenido que valerse solo de ministros total y permanentemente buenos, se habría visto obligado a realizar constantemente pequeños o grandes milagros alrededor de esas personas. Tendría que intervenir cada vez que una de ellas fuera a cometer cualquier error. Y no parece que eso sea lo mejor, entre otras cosas porque les privaría de la debida libertad.

Por otra parte, aunque a lo largo de los siglos los hombres que han formado parte de la Iglesia católica han tenido muchas deficiencias humanas, hay que decir que es una institución de reconocido prestigio moral en todo el mundo.

Es verdad que ese prestigio se ve a veces empañado por las debilidades de algunos de sus miembros. Pero hay más de mil millones de católicos y casi un millón trescientos mil sacerdotes y religiosos (contando solo los actualmente vivos), y es natural que entre tantas personas haya de vez en cuando actuaciones desafortunadas.

Para ser justos, habría que mirar un poco más a la ingente multitud de católicos que a lo largo de veinte siglos se ha esforzado día a día por vivir cabalmente su fe y ayudar a los demás. Y habría que fijarse en todos esos curas de pueblo que permanecen en lugares de los que ha huido casi todo el mundo. Y en el sacrificio de tantísimos religiosos y religiosas que lo han dejado todo para ir a servir a los desheredados de la fortuna, tanto en lejanas tierras de misión como en esos otros lugares olvidados de todos pero dramáticamente cercanos, y cuyo sacrificio tantas veces solo es observado por Dios. "Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa —señala Juan Manuel de Prada—, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres enjutos en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Si se dedicase la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de esos misioneros que a los escándalos que tanto se airean de vez en cuando, no quedaría papel en el mundo para escribirlo."

 Creo en Dios, pero no en los curas

—A pesar de todo eso, muchos dicen que ellos sí creen en Dios, pero no en los curas, y que no tienen por qué hacer caso a lo que diga la Iglesia.

En lo de creer en Dios y no en los curas, estamos totalmente de acuerdo. Y precisamente porque la fe tiene por objeto a Dios, y no a los curas, hay que distinguir bien entre la santidad de la Iglesia y los errores de las personas que la componen.

La Iglesia no tiene su centro en la santidad de esas personas que hayan podido dar mal ejemplo (ni en las que lo han dado bueno), sino en Jesucristo. Por eso no tiene demasiado sentido que una persona deje de creer en la Iglesia porque su párroco es antipático, o poco ejemplar, o porque un personaje eclesiástico del siglo XVI hizo tal o cual barbaridad. A todos nos molesta la falta de coherencia de quien no da buen ejemplo. Y fue el mismo Dios quien dijo —puede leerse en el Nuevo Testamento— que a esos los vomitaría de su boca. Pero el hecho de que un cura —o muchos, o quien sea— actúe o haya actuado mal en determinado momento, no debería hacer perder la fe a nadie sensato. El hecho de que haya habido cristianos —laicos, sacerdotes u obispos— que se hayan equivocado, o hayan hecho las cosas mal, o incluso muy mal, aunque como católico y como persona me resulte doloroso, no debe hacerme perder la fe, ni pensar que esa fe ya no es la verdadera. Entre otras cosas, porque si tuviera que perder la fe en algo cada vez que viera que actúa mal alguien que cree en ese mismo algo, lo más probable es que ya no tuviera fe en nada.

Y cuando se recurre a esas actuaciones desafortunadas de eclesiásticos para justificar lo que no es más que una actitud de comodidad, o para ignorar la realidad de unas claudicaciones morales personales que no se está dispuesto a corregir, eso ya sería más triste. Escudarse en los curas para resistirse a vivir conforme a una moral que a uno le cuesta aceptar, es, además de clerical, un poco lamentable.

Personalmente puedo decir, como tantísimas otras personas a las que he tratado, que a lo largo de mi vida he conocido a sacerdotes y religiosos excepcionales. Sé que no todo el mundo ha sido tan afortunado. Mi consejo es que, si has tenido algún problema con alguno, que fuera de carácter difícil, o que quizá tuviera un mal día y no te tratara bien, o no llegara a comprenderte, o no te diera buen ejemplo, o lo que sea..., mi consejo es que no abandones a Dios por una mala experiencia con uno de sus representantes. Nadie es perfecto —tampoco nosotros—, y hemos de aprender a perdonar... y a no echar a Dios las culpas de la actuación libre de nadie.

 El poder de la Iglesia

—Bueno, ¿y qué dices del poder civil y político de la Iglesia, tan relevante durante algunos siglos...?

Antes de nada, debo insistir en que no tengo inconveniente en admitir que ha habido actuaciones y mentalidades erradas en pueblos cristianos, y que con frecuencia han caído en ellas personajes eclesiásticos.

Sin embargo, para ser justos, conviene enmarcar ese fenómeno en sus adecuadas coordenadas históricas, valorando todos los condicionantes de cada época. Por ejemplo, muchos de esos errores a los que te refieres fueron consecuencia de la enorme presión que ejercieron los poderes civiles para intervenir en la Iglesia e intentar utilizarla como un instrumento de lucha política. El hecho de que algunos eclesiásticos no lograran o no pudieran resistir esa intromisión, o se intoxicaran de la mentalidad imperante en una época determinada, es un error, indudablemente, pero un error que debe juzgarse en el contexto sociocultural de esa época concreta. De lo contrario, es fácil caer en una visión muy anacrónica, puesto que no se puede pretender que los hombres del siglo XVI pensaran como los hombres del siglo XXI.

La única época que no criticamos —señala Jean Marie Lustiger— es la nuestra, porque nos parece evidente. Nuestra referencia actual es lo que a nosotros nos parece más acertado y sensato, pero basta una perspectiva de cincuenta o cien años para que sea palpable la relatividad de esos puntos de vista, aun los considerados en aquel momento como más razonables.

Por eso sería un anacronismo que juzgáramos una sociedad, una época anterior, desde una óptica que nos parece la ideal hoy, sin hacernos cargo del diferente marco histórico, como si nosotros estuviéramos al margen de la historia y fuéramos sus jueces.

Hecha esta salvedad, solo insistiría en que no se caiga en una visión simplista de la historia. Es triste que haya habido cobardías, errores y pecados. Pero la vida de los hombres es una historia de pecado y de perdón de la que nadie ha quedado exento, tampoco los sinceramente creyentes y deseosos de santidad. Y eso son cosas de la vida, no de la Iglesia.

 La labor social de la Iglesia

—Hay gente que considera que la labor social de la Iglesia es poco eficaz.

Y otros dicen que esa preocupación social es una injerencia indebida. Parece que, si lo hace, hace mal; si no lo hace, se le acusa de pasividad; y si solo da consejos, de ineficacia. No es fácil agradar a todos, y más cuando muchas veces esas críticas son una simple estrategia para intentar negar a la Iglesia cualquier legitimidad en sus actuaciones.

Sin embargo, yo pediría a esos críticos que mostraran qué han hecho ellos en esa materia. O que digan qué instituciones han hecho a lo largo de la historia un servicio social como el que ha hecho la Iglesia católica. La preocupación efectiva que a través de sus instituciones ha demostrado la Iglesia en el campo de la educación, del cuidado de enfermos, deficientes, marginados, necesitados, etc., es realmente difícil de igualar.

Además, lo que la Iglesia hace fundamentalmente es responsabilizar a los cristianos —y a todos los hombres de buena voluntad que quieran escucharla—, para que iluminen con la luz de la fe todas las realidades humanas. La Iglesia como tal no aporta soluciones concretas ni únicas a los problemas políticos o económicos, sino que ofrece unas claves para el desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad.

Y esto es importante porque, aunque hay ciertamente cálculos políticos errados, y decisiones económicas imprudentes, detrás de los principales problemas que aquejan a la humanidad hay siempre una resonancia de carácter ético que se remite a actos concretos de egoísmo en las personas. Todas esas situaciones de crisis se verían muy aliviadas si el mensaje cristiano empapara más profundamente la vida de los hombres.

El cristianismo —escribe Ignacio Sánchez Cámara— constituye la raíz de los principales valores que sustentan nuestra civilización, incluidos los de quienes, tal vez por ignorancia, lo combaten. Resulta fácil diagnosticar en cada mal que nos agobia la ausencia clamorosa de un valor cristiano despreciado o ausente: el terrorismo, la violencia, la guerra, la corrupción, la insolidaridad, el materialismo... Y si del ámbito de la moral pasamos al de la cultura, habría que recordar no solo la contribución del cristianismo a la supervivencia y difusión de la cultura antigua clásica, sino también su labor de creación de las más elevadas obras, desde las catedrales al gregoriano, desde la mística a Bach. Podría decirse que el olvido de la religiosidad es una de las causas fundamentales de la degradación de la cultura contemporánea, y que el cristianismo constituye un poderoso instrumento para mejorar el mundo. Impedir la difusión social de los principios cristianos es privarnos no solo de una esperanza de salvación, sino también de todo un arsenal de principios que nos permiten ganar en excelencia y en dignidad.

Las riquezas de la Iglesia

—Pero, ¿y qué dices del gran patrimonio de la Iglesia católica?

La Iglesia ha ido levantando templos, hospitales, dispensarios, orfanatos, seminarios, escuelas y otros edificios, los que en cada momento —con mayor o menor acierto— se consideraron adecuados para mejor cumplir su misión. No hay que olvidar que la Iglesia fundó los primeros hospitales, asilos y orfanatos de la historia, y que las primeras escuelas de Europa nacieron a la sombra de los conventos y monasterios, y que fundó la mayoría de las universidades más célebres.

Todo eso es un patrimonio que ha nacido en cada caso para el culto y para la evangelización, y que, por grande que pueda parecer —se ha acumulado a lo largo de dos mil años—, no es una fuente importante de beneficios, sino más bien lo contrario. En el mejor de los casos, equilibra los gastos de mantenimiento. Tiene sobre todo un valor de uso, que es el que suele justificar su existencia.

—Pero algunos de esos edificios tienen ahora un gran valor inmobiliario, y hay museos con obras de gran valor artístico. La Iglesia podría venderlo todo y entregarlo a los pobres.

Es verdad que hay cosas de gran valor, pero de muy difícil aprovechamiento mercantil. De entrada, la mayoría de los Estados prohíben vender los bienes de interés cultural. Además, ¿a quién iba a vender la Iglesia una catedral, o una iglesia de pueblo..., o el mismísimo Museo Vaticano? Por otro lado, tampoco parece una estrategia muy inteligente. Sería como pedir al correspondiente Ministro de Hacienda que enjugue el déficit público de su país del último trimestre vendiendo todos los cuadros del Museo Británico, o del Louvre, o del Prado: no creo que la historia juzgara muy bien semejante operación.

¿Por qué quienes proponen vender los Museos Vaticanos no proponen lo mismo para los museos de propiedad pública que hay en todo el mundo? Sencillamente porque con la venta de todas esas obras de arte, lo que se lograría es trasvasar esos tesoros artísticos a manos de particulares y —lo sabemos de sobra— no se lograría resolver casi nada de la pobreza.

Cuando Juan Pablo II hizo su primer viaje a Brasil, en 1980, después de una ceremonia salió del protocolo, se metió en medio de una favela, conocida como Morro do Vidigal, y visitó a una familia. Conmovido, les regaló su anillo de Papa, como un gesto para ayudarles en su manifiesta pobreza. Pero aquellas gentes, que eran en verdad pobres pero ciertamente también inteligentes, tuvieron el buen sentido de no venderlo para remediar por muy poco tiempo algunas pocas de sus muchas carencias. Lo conservan en la capilla del barrio como una muestra del amor del Papa por los pobres.

Aunque, como es natural, no todos los han visto siempre así. Hubo un obispo boliviano que vendió en beneficio de los pobres los tesoros de su diócesis. Siguen siendo pobres, pero si quieren ver lo mejor de sus raíces culturales y artísticas, tienen que irse a Estados Unidos. Además, el camino para salir de la pobreza no es el empobrecimiento cultural.

El presupuesto anual del Vaticano es considerable, pero es, por ejemplo, siete veces inferior al de la Universidad de Harvard. Y las obras de arte que custodia, las conserva en nombre del Estado italiano. No las puede vender. En todas las naciones hay numerosas medidas para la defensa de las obras de arte, porque el Estado debe mantenerlas, y esos bienes de la Santa Sede forman también parte de la historia cultural de Italia.

—¿Y por qué se adornan los lugares de culto con materiales preciosos de tanto valor, y en edificios tan costosos?

La gente que se quiere, se regala cosas de valor, aunque le supongan un sacrificio (o quizá precisamente por eso). La gente se adorna a sí misma con anillos de oro..., ¿por qué se les va a prohibir que destinen algo valioso para el culto a Dios o para una imagen que veneran?

Los templos son lugares de oración y de culto, y la esperanza de la humanidad está en su conversión y su encuentro con Dios.  Todo eso es lo que hace al hombre más capaz de trabajar para hacer un mundo más justo, que haga frente a los diversos males que le afligen, entre ellos la pobreza. Los templos suelen construirse para durar siglos, enriqueciendo espiritualmente a numerosas generaciones. Si calculamos la longevidad de los templos y los miles o millones de personas que en transcurso de ese tiempo se han beneficiado de su existencia, podemos atisbar que los gastos que ha supuesto levantarlos han sido muy bien aprovechados, y que el hecho de haberlos construido con materiales buenos y duraderos fue una decisión acertada. Son lugares en los que se acoge a todos, ricos y pobres, y que se han construido casi siempre con el esfuerzo de todos, ricos y pobres, y que ayudan a todos ello a ser mejores y hacer un mundo mejor.

—Pero esas cosas quizá dan a la Iglesia una imagen de riqueza y opulencia...

Sería una visión superficial. Precisamente el hecho de no ser rica ha ayudado a la Iglesia a conservar mejor su patrimonio. Por ejemplo, las instituciones civiles suelen tener dinero abundante y cambian con frecuencia los sillones de sus concejales o parlamentarios, cosa que no sucede con las sillerías de las catedrales, que gracias a eso se mantienen durante siglos. El tener mucho dinero hace que las cosas se cambien y pierdan valoración histórica. La Iglesia tiene unos bienes que usa para poder cumplir con eficacia sus fines, y los va administrando como mejor sabe y puede, según su economía se lo permite. Y eso es algo tan claro hoy, que pocas personas sostienen ya seriamente que las finanzas de la Iglesia sean boyantes, o que los curas tengan grandes comodidades o unos sueldos altos. Es un viejo tópico que, afortunadamente, va quedando en el olvido.

—¿Y qué dices de las inversiones que a veces ha hecho y que han acabado en grandes escándalos?

Hay ocasiones en que diócesis o instituciones religiosas han buscado obtener una mayor rentabilidad a sus propias reservas o a los donativos que reciben para obras sociales. Eso es perfectamente legítimo, e incluso una obligación, si releemos la parábola de los talentos. Lo malo es que si al buscar esa mayor rentabilidad para los recursos que se han puesto a su disposición para realizar buenas obras, lo invierten en lugares de demasiado riesgo, pueden perderlos, o pueden ser estafados, como ha sucedido desgraciadamente con más frecuencia de lo deseable.

Es cierto que en todo eso puede haber culpabilidad, aunque también es igualmente cierto que no siempre que uno es engañado es culpable. En todo caso, no es propiamente un problema de la Iglesia como institución, sino del acierto y la prudencia del responsable de cada momento y lugar, que puede equivocarse, y que puede ser engañado, como nos pasa a todos.

Lo que sucede con más frecuencia ante esos hechos —ha escrito Ignacio Sánchez Cámara— es que el anticlericalismo tiene un sueño ligero y basta el más leve ruido para despertarlo de su secular sopor. Ante cualquier suceso de ese tipo, el viejo monstruo latente asegurará con rotundidad que la Iglesia, así, en general, sin matices, es culpable. Y lo dicen porque, para ellos, la Iglesia lleva ya veinte siglos de culpabilidad. Para ese anticlericalismo, que se pretende hijo de la Ilustración cuando lo es más bien de la ausencia de ilustración y de la falta de información, basta que parte de una orden religiosa, o de una diócesis, o de lo que sea, haya perdido parte de sus ahorros para que se desate la caja de los truenos anticlericales. No importa que lo hayan podido hacer en la condición de timadores o timados —lo que no es exactamente lo mismo—, o que la inversión bursátil constituya una opción legítima para todos los ciudadanos, pues si el inversor es eclesiástico, ya lo ven como un especulador sin escrúpulos.

No hay un poder financiero unificado en el seno de la Iglesia, sino que cada diócesis o cada institución católica es administrada independientemente de las demás. El obispo no fiscaliza todas las cuentas de otras entidades administrativas que actúan en su diócesis. Esto es importante para no caer en generalizaciones injustas. Invertir en bolsa o en entidades de ahorro es lícito, y el problema suele residir en que pueden ser estafados. Para el buen anticlerical, la Iglesia siempre estará del lado de los estafadores, y no dejará pasar la ocasión de pedir que la Iglesia deje de recibir las subvenciones a las que tienen derecho las más estrafalarias organizaciones que persiguen los más extravagantes fines.

Y aunque alguna vez —han sido pocas, la verdad— haya habido la mala fe en los eclesiásticos inversores, es lo mismo que ha sucedido con todo tipo de instituciones —políticas, sindicales, etc.— que reciben ayudas económicas para la función que desarrollan, y a nadie se le ocurriría pedir la supresión de la subvención a todos los partidos o todos los sindicatos por un fraude concreto de uno de ellos en determinado momento. Todo esto prueba que el anticlericalismo tiene razones que la razón ignora, y que cuando se trata de la Iglesia, el bien es atribuido a la parte y el mal al todo. La patología es vieja, demasiado vieja.

 

15. ¿DEBE LA IGLESIA PEDIR PERDÓN POR SUS ERRORES?

 Un acto de coraje y humildad

Hoy es corriente, por fortuna, que instituciones y Estados pidan públicamente perdón por agravios cometidos por sus antecesores. También la Iglesia, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, se ha mostrado dispuesta a realizar esa tarea de revisión histórica de los errores e incoherencias de los católicos a lo largo de los siglos.

La Iglesia, al exponer las verdades del depósito de la fe que tiene confiado, goza de una infalibilidad otorgada por el mismo Jesucristo. Esa infalibilidad, según la doctrina católica, se extiende a las declaraciones del magisterio solemne, al magisterio ordinario y universal, y a lo propuesto de modo definitivo sobre la doctrina de la fe y las costumbres. Sin embargo, en las actuaciones personales de los católicos, ha habido y habrá siempre errores, más o menos graves, como sucede en todos los seres humanos. La Iglesia asume con una viva conciencia esos pecados de sus hijos, recordando con dolor todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, los católicos se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.

Por eso la Iglesia anima a sus hijos a la purificación y el arrepentimiento de todos los errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Hacerlo ha supuesto un acto de coraje, y también una manifestación de humildad, y por tanto, una mayor aproximación a Dios. La Iglesia, al revisar su historia y suscitar el arrepentimiento por los eventuales errores y deficiencias de cuantos han llevado y llevan el nombre de cristianos a lo largo de la historia, da ejemplo de lo que predica constantemente.

Por el vínculo que en la Iglesia une a todos los fieles, los cristianos de hoy llevamos de alguna manera el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido, aun no teniendo responsabilidad personal en esos errores. Y, en ese sentido, la Iglesia pide ahora perdón por esas culpas. La Iglesia abraza a sus hijos del pasado y del presente en una comunión real y profunda, y asume sobre sí el peso de las culpas también pasadas, para purificar la memoria y vivir la renovación del corazón y de la vida según la voluntad del Evangelio.

 Sin pedir nada a cambio

La Iglesia pide perdón y, a su vez, ofrece su perdón a cuantos la han ofendido (cuestión bastante significativa si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han sufrido a lo largo de la historia). Pero la Iglesia no exige la petición de perdón ajena como premisa de la propia. No pide nada a cambio.

Pedir perdón de las culpas del pasado es un signo de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, que refuerza su credibilidad y ayudará a modificar esa falsa imagen de oscurantismo e intolerancia con que, por ignorancia o por mala fe, algunos se complacen en identificarla. Esclarecer la verdad será siempre una liberación.

 Dilucidar la verdad histórica

La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos, y a través de ese caminar por la historia, no puede evitar que el grano bueno esté mezclado con la cizaña, que la santidad se establezca junto a la infidelidad y el pecado.

Clarificar la verdad hará que la luz destaque más sobre las sombras, porque, junto a sus fallos, destacarán sus grandes méritos. No puede olvidarse que es la Iglesia quien inició los hospitales, los hospicios, las escuelas, las universidades; que millones de cristianos, en todo el mundo, se han dedicado a una tarea misionera que era también una tarea de asistencia, de caridad, muchas veces heroica hasta el martirio. Hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo, como una culpabilización indebida, propia de cristianos acomplejados.

La Iglesia no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia. Está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se hayan verificado. Pero desconfía de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía en la investigación paciente y honesta sobre el pasado, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico.

Su petición de perdón no es ostentación de humildad ficticia, ni retractación de su historia, ciertamente rica en méritos en el terreno de la caridad, de la cultura, de la santidad. Responde más bien a una irrenunciable exigencia de verdad, que, junto a los aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de las sucesivas generaciones de cristianos.

El hecho de que, por ejemplo, algunas veces a lo largo de la historia la verdad se haya alzado con aires o con hechos de intolerancia, e incluso que en su error haya llegado a llevar hombres a la hoguera, no es culpa de la verdad, sino de quienes en su momento no supieron entenderla. Todo, hasta lo más grande, puede degradarse. Es cierto que el amor puede hacer que un insensato cometa un crimen que considera hecho por amor, pero no por eso hay que abominar del amor, ni de la verdad, que nunca dejarán de ser las raíces que sostienen la vida humana.

 

16. ¿QUÉ SUCEDIÓ REALMENTE CON LA INQUISICIÓN?

Un concepto errado de libertad religiosa

El origen de la Inquisición se remonta al siglo XIII. El primer tribunal para juzgar delitos contra la fe nació en Sicilia en el año 1223. Por aquella época surgieron en Europa diversas herejías que pronto alcanzaron bastante difusión. Inicialmente se intentó que cambiaran de postura mediante la predicación pacífica, pero después se les combatió formalmente. En esas circunstancias nacieron los primeros tribunales de la Inquisición.

—¿Y no es un contrasentido perseguir la herejía de esa manera?

Lo es. Pero no debe olvidarse la estrecha vinculación que hubo a lo largo de muchos siglos entre el poder civil y el eclesiástico. Si se perseguía con esa contundencia la herejía era sobre todo por la fuerte perturbación de la paz social que causaba.

—¿Y cómo pudo durar tanto tiempo un error así?

Cada época se caracteriza tanto por sus intuiciones como por sus ofuscaciones. La historia muestra cómo pueblos enteros han permanecido durante períodos muy largos sumidos en errores sorprendentes. Basta recordar, por ejemplo, que durante siglos se ha considerado normal la esclavitud, la segregación racial o la tortura, y que, por desgracia, en algunas zonas del planeta se siguen aún hoy practicando y defendiendo. La historia tiene sus tiempos y hay que acercarse a ella teniendo en cuenta la mentalidad de cada época.

La Inquisición utilizó los sistemas que eran habituales en la sociedad de entonces, aunque lo hizo ordinariamente de un modo más benigno que sus contemporáneos. Con el tiempo, los cristianos fueron profundizando en las exigencias de su fe, hasta que comprendieron que tales métodos no eran compatibles con el Evangelio.

Hay que reconocer sin ningún recelo todos los tristes errores que cometieron aquellas personas durante aquella época. Sin embargo, la defensa de la libertad religiosa estuvo bien patente ya en los orígenes del cristianismo. Para los primeros cristianos, la convicción de estar en la verdad no les hacía pensar en imponerla coactivamente. Como sabían que el acto de fe es libre, eran tolerantes, y eso no por simple conveniencia social, sino por coherencia con la raíz misma de su fe. Los primeros Padres de la Iglesia acuñaron el principio de que “no hay dificultad en rechazar el error y, al tiempo, tratar benignamente al que yerra”.

—Sin embargo, parece que con el paso de los siglos fueron los católicos quienes más olvidaron la libertad religiosa.

No fue así. El empleo de la fuerza para combatir a los disidentes religiosos ha sido algo lamentablemente corriente en todas las culturas y confesiones hasta bien entrado nuestro tiempo. Basta pensar en la intolerancia de Lutero contra los campesinos alemanes, que produjo decenas de miles de víctimas; o en las leyes inglesas contra los católicos, cuyo número era aún muy elevado al comienzo de la Iglesia Anglicana; o en la suerte de Miguel Servet quemado en la hoguera por los calvinistas en Ginebra.

Hay que decir, para ser justos, que ese era el trato normal que se daba en aquella época a casi todos los delitos, y el de herejía era considerado como el más grave, sobre todo por la alteración social que provocaba. En esto coincidían tanto Lutero como Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. Y fuera de Occidente ocurría algo muy parecido.

En una época en la que todo el mundo occidental se sentía y proclamaba cristiano, y en la que la unidad de la fe constituía uno de los principales elementos integradores de la sociedad civil, fraguó la mentalidad de que la herejía, al ser un grave atentado contra la fe, era también un grave atentado “de lesa majestad”. Es decir, pasó a considerarse un delito comparable al de quien atenta contra la vida del rey, un crimen castigado entonces con la muerte en la hoguera.

No puede olvidarse que, para bien o para mal —probablemente, para mal—, los campos propios de la política y la religión no estuvieron debidamente delimitados durante bastantes siglos. Además, las autoridades civiles temían el indudable peligro social que entrañaban las disidencias religiosas, que solían ser origen de guerras y desórdenes sociales, pues las posturas heréticas buscaban habitualmente la conquista del poder. Así sucedió, por ejemplo, con el luteranismo, cuyo rápido avance se debió en buena parte a la habilidad con que Lutero logró el apoyo de algunos príncipes alemanes que, de ese modo, mantenían distancias respecto al emperador Carlos V.

En los primeros siglos, los cristianos fueron muy tolerantes en materia religiosa. Más adelante, hubo épocas de bastante confusión en este punto, pero teológicamente nunca estuvo cerrado el camino de la tolerancia. Y desde hace ya más de dos siglos son raras las manifestaciones de intolerancia religiosa en países de mayoría cristiana.

Es más, echando un vistazo a la situación mundial de los últimos cien años, puede decirse que la tolerancia religiosa se ha desarrollado fundamentalmente en los países de mayor tradición cristiana.

Por el contrario, la intolerancia religiosa se ha mostrado con gran crudeza en los países gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi, la URSS y todos los países que estuvieron bajo su dominio, la revolución China de Mao, el régimen de Pol Pot en Camboya, etc.). También ha crecido la violencia del integrismo islámico en los países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político (Senegal, Níger, Mauritania, Chad, Egipto, Tanzania, Argelia, etc.); y donde ya lo ha alcanzado (Arabia, Irán, Afganistán, etc.), la tolerancia religiosa es aún menor. Y otros países asiáticos no islámicos (India, China, Vietnam, etc.), no mejoran demasiado la situación. Sin embargo, curiosamente, se sigue hablando mucho más de la Inquisición, desaparecida hace ya mucho tiempo, que de otras persecuciones religiosas dolorosamente actuales.

 Reconocer los errores

En la actualidad hay, por fortuna, una comprensión muy extendida —aunque aún no en todo el mundo—, de que no es justo aplicar penas civiles por motivos religiosos, y que la libertad religiosa es un derecho fundamental, y por tanto todos los hombres deben estar inmunes de coacción en materia religiosa. Esta es la doctrina del Concilio Vaticano II, y por esa razón la Iglesia católica ha subrayado la necesidad de revisar algunos pasajes de su historia, para reconocer ante el mundo los errores de algunos de sus miembros a lo largo de los siglos, y pedir disculpas en nombre de la unión espiritual que nos vincula con los miembros de la Iglesia de todos los tiempos.

Reconocer los fracasos de ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que además refuerza la fe y facilita hacer frente a las dificultades de hoy. La Iglesia lamenta que sus hijos hayan empleado en ocasiones métodos de intolerancia e incluso de violencia en servicio de la verdad, y es ese mismo servicio a la verdad lo que lleva ahora a reconocerlo y lamentarlo.

—¿Y no es extraño que en esas épocas hubiera tan poca reacción contra esos errores de los católicos?

Es probable que muchos de ellos estuvieran en su fuero interno en contra de esa aplicación de la violencia en defensa de la fe. De hecho, hubo reacción contra esos errores, y si esa reacción no fue mayor quizá es porque muchas de esas personas no tenían más opción que el silencio. Y luego, cuando esos fenómenos desaparecieron, muchos católicos los defendían porque pensaban que lo contrario era contribuir a difundir leyendas negras contra la Iglesia.

Como señaló Juan Pablo II en aquella famosa declaración del año 2000, fueron muy diversos los motivos que confluyeron en la creación de actitudes de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que solo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado con frecuencia su rostro. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener bien en cuenta el principio de oro señalado por el Concilio: “la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas”.

La Iglesia no teme reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es fundamental (no hay una verdad buena y otra mala: la que le conviene y la que puede molestarla), y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la fe católica, sino a la intolerancia religiosa de personas que no asumieron correctamente esa fe.

 Distinguir entre tópicos y verdades

—¿Entonces, la Iglesia reconoce que es cierta la leyenda negra de la Inquisición?

La Inquisición es ciertamente una institución controvertida. Lo fue entonces y lo sigue siendo ahora. Sin embargo, la perplejidad disminuye al conocer mejor la realidad de su historia y las circunstancias que determinaron su existencia. Porque, como ha señalado Beatriz Comella, la polémica sobre la Inquisición se nutre en buena parte de ignorancia histórica, desconocimiento de las mentalidades de épocas pasadas, falta de contextualización de los hechos y falta de estudio comparativo entre la justicia civil y la inquisitorial. Esas carencias han hecho que se magnifique una injusta leyenda negra en torno a la Inquisición.

—¿Y qué hay entonces de cierto sobre la Inquisición, por ejemplo en España, que fue bastante famosa?

En España se formaron los primeros tribunales en 1242. Como en otros países europeos, esos tribunales dependían de los obispos diocesanos y por regla general fueron bastante benévolos.

Sin embargo, en la época de los Reyes Católicos, el Santo Oficio español se convirtió en un tribunal eclesiástico supeditado a la monarquía y en un instrumento represivo de la disidencia religiosa influido con frecuencia por lo político. Los Reyes Católicos impulsaron a lo largo de su reinado medidas religiosas muy acertadas, que la historia les reconoce, pero quedaron un tanto ensombrecidas por otras, como la actuación de esos tribunales. Consideraban que la unidad religiosa debía ser un factor clave en la unidad territorial de sus reinos, y juzgaron imprescindible la conversión de los hebreos (unos 110.000) y los moriscos (unos 350.000). Algunos de ellos se bautizaron por convencimiento, pero otros no, y al regresar a sus antiguas prácticas fueron perseguidos por la Inquisición.

—¿Y cómo se explica esa decisión en unos reyes que han pasado a la historia como católicos?

Cuando se juzgan actuaciones del pasado, hay que tener presente que son diversos los tiempos históricos, sociológicos y culturales. En aquella época, la fe era el valor central de la sociedad, tanto como puede serlo ahora, por ejemplo, la libertad.

Igual que en nuestra época se lucha y se muere, y a veces también se mata, por defender la libertad personal o colectiva, entonces se hacía lo mismo por defender la fe.

La fe se percibía entonces como la base y la garantía de la convivencia, y el que atentaba contra ella era considerado de manera semejante a como ahora se vería a un terrorista, a una persona que contamina el agua de una ciudad o a quien vende droga a unos niños. Esa es la razón por la que la mayoría de la gente aplaudía la actuación de aquellos guardianes de la ortodoxia.

No quiero con esto decir que eso estuviera bien, ni que la historia lo justifique todo, sino simplemente que deben considerarse con atención los condicionamientos de entonces. Era una sociedad con una gran preocupación por la salvación eterna, en la que la muerte era una realidad fuertemente presente (la esperanza media de vida no llegaba a los treinta años, y la mortalidad infantil era muy alta, de modo que todo el mundo había visto morir muy jóvenes a varios de sus familiares más cercanos), y en ese clima, el común de la gente veía al hereje como un grave peligro social, de modo semejante —insisto— a como veríamos hoy a quien se dedicara a propagar enfermedades contagiosas, corromper niños o dañar el medio ambiente.

—¿Y era muy frecuente la tortura, o la muerte en la hoguera?

La pena de muerte en la hoguera se aplicaba al hereje contumaz no arrepentido. El resto de los delitos se pagaban con excomunión, confiscación de bienes, multas, cárcel, oraciones y limosnas penitenciales. Las sentencias solían ser leídas y ejecutadas en público en los denominados “autos de fe”.

En cuanto a la tortura, la Inquisición admitió su uso, aunque con diversas restricciones: por ejemplo, no podía llegar al extremo de la mutilación, ni poner en peligro la vida del imputado. No hay que olvidar que la tortura era utilizada entonces con toda normalidad en los tribunales civiles. La principal diferencia era que en los tribunales de la Inquisición el acusado confeso arrepentido tras la tortura se libraba de la muerte, algo que no ocurría en la justicia civil.

Otro rasgo característico de la Inquisición era que el imputado tenía mejor garantizados sus derechos que en el sistema judicial civil. Se han hecho numerosos estudios sobre los archivos de la Inquisición, y en vez de encontrar lo que pensaban que serían grandes luchas entre la conciencia de los reos y el poder de la Iglesia, se han encontrado sobre todo procesos criminales ordinarios. En muchos casos, los mismos procesados por alguna causa civil añadían a su delito cualquier factor religioso como la brujería o la profecía, para que les enviaran ante el tribunal de la Inquisición y tener así un tratamiento más benigno.

Además, la Inquisición no hacía distinciones a la hora de acusar a prelados, cortesanos, nobles o ministros. Prueba de ello fue el caso del juicio de Carranza, arzobispo de Toledo y Primado de España, que fue acusado de luteranismo y condenado por la Inquisición española. O el de Antonio Pérez, que era secretario del rey. Este último, junto con otros políticos españoles exiliados, difundieron por Francia, Alemania e Inglaterra el germen de la leyenda negra de la Inquisición española, que fue acogida de buen grado en un ambiente de gran rivalidad por el dominio político del imperio español en numerosos puntos de Europa.

La verdad sobre las cifras

La Inquisición se instauró en España en 1242 y no fue abolida formalmente hasta 1834. Su actuación más intensa se registra entre 1478 y 1700, durante el gobierno de los Reyes Católicos y los Austrias. En cuanto al número de ajusticiados, los estudios realizados por Heningsen y Contreras sobre las 44.674 causas abiertas entre los años 1540 y 1700, concluyeron que fueron quemadas en la hoguera 1.346 personas (algo menos de 9 personas al año en todo el enorme territorio del imperio español, desde Sicilia hasta el Perú, lo cual representa una tasa inferior a la de cualquier tribunal provincial de Justicia).

El británico Henry Kamen, conocido estudioso no católico de la Inquisición española, ha calculado un total de unas 3.000 víctimas a lo largo de sus seis siglos de existencia. Kamen añade que “resulta interesante comparar las estadísticas sobre condenas a muerte de los tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en Europa: por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitió una”.

Con más de cinco mil estudios ya publicados sobre la Inquisición, los expertos dan por zanjada la polémica en torno a los datos históricos, y centran ahora sus esfuerzos en el análisis de la sociología, la hacienda y la jurisprudencia del Santo Oficio. La leyenda negra ha muerto ya para los historiadores, pero sigue circulando entre personas menos documentadas. Afortunadamente, la fe cristiana custodia una doctrina que le permite rectificar los errores prácticos en los que hayan incurrido sus miembros a lo largo de la historia: la doctrina del Evangelio.

 

17. ¿CUÁL FUE EL ERROR EN EL CASO GALILEO?

Una comparación

—¿Y qué me dices del famoso caso Galileo, condenado a morir quemado en la hoguera por defender una teoría científica hoy comúnmente aceptada?

Hay un poco de leyenda en torno a la figura de Galileo. Sin pretender ser puntilloso, lo cierto es que Galileo Galilei falleció el 8 de enero de 1642, de muerte natural, a los 78 años de edad, en su casa de Arcetri, cerca de Florencia. No pasó ni un solo día en la cárcel ni sufrió ninguna violencia.

—Bien, pero parece claro que el proceso judicial fue todo un error…

Efectivamente, nueve años antes había tenido lugar en Roma el famoso proceso, y es cierto que desde entonces tuvo que vivir en arresto domiciliario, aunque pudo seguir adelante con sus trabajos, y precisamente en esa época publicó su obra más importante.

Hay que decir que tres de los diez dignatarios del tribunal se negaron a firmar la sentencia, y que el Papa nada tuvo que ver oficialmente con aquel proceso, que ciertamente fue lamentable y no debió producirse.

Pero el error de aquel tribunal, que fue reconocido oficialmente ya en el año 1741, no compromete la autoridad de la Iglesia como tal, entre otras cosas porque sus decisiones no gozaban de infalibilidad ni iban asociadas a ninguna definición “ex cathedra” del Papa.

Pese a ello, este caso, convenientemente manipulado, ha sido la bandera que muchos han tomado para alimentar el mito de que ciencia y fe son incompatibles. Y suelen hacerlo sin mucha consideración hacia la verdad de la historia. Por poner un ejemplo que sirva de comparación, creo que nadie perdería su fe en Francia por el mero hecho, trágicamente real, de que el 8 de mayo de 1794 un tribunal francés guillotinase al gran protagonista de la revolución científica de la química de su tiempo, Antoine-Laurent Lavoisier, a los 50 años de edad. Y supongo que nadie reniega hoy de la autoridad de la República Francesa porque, al pedir el indulto, el presidente de aquel tribunal dijera solemnemente que "la República no necesita sabios". Con esto no quiero atacar a Francia, ni a la Revolución Francesa, ni a la república, ni pretendo hacer comparaciones demagógicas, solo quisiera llamar la atención sobre las tan diferentes conclusiones que algunos sacan de uno y otro caso.

Una vieja controversia

El caso Galileo ha sido durante más de tres siglos una incesante e inagotable fuente de malentendidos y polémicas. Los errores del proceso fueron intencionadamente exagerados y sacados de contexto por el pensamiento ilustrado, que quiso hacer de aquel asunto el paradigma del comportamiento retrógrado de la Iglesia frente a la ciencia. Desde entonces hasta nuestros días, se ha propuesto como símbolo de la supuesta oposición de la Iglesia a la libertad y al progreso científico.

Esa idea fue creciendo y consolidándose con el tiempo, hasta que se hizo patente la necesidad de que la Iglesia lo abordara de nuevo para clarificarlo a fondo. Por eso, cuando Juan Pablo II ordenó en 1981 abordar con todo rigor un estudio a fondo sobre los errores cometidos por el tribunal eclesiástico que juzgó a Galileo, aquello fue una gran noticia para la relación entre la ciencia y la fe.

Juan Pablo II constituyó una comisión que se ocupó de estudiar el caso durante once años, en todos sus aspectos teológicos, históricos y culturales. Esa comisión investigó exhaustivamente lo que ocurrió, cómo se produjo el conflicto y cómo se desarrollaron los hechos.

Después de más de tres siglos y medio, las circunstancias han cambiado mucho y a nosotros nos parece evidente el error que cometieron la mayoría de los jueces de aquel tribunal. Pero en aquel momento el horizonte cultural era muy distinto al nuestro. Había una situación de transición en el campo de los conocimientos astronómicos. Galileo defendía la teoría heliocéntrica de Copérnico (que situaba el Sol, no la Tierra, en el centro del Universo), una hipótesis que aún no había sido oficialmente reconocida por la comunidad científica de la época, por lo que Galileo no solo se enfrentó a la Iglesia, sino también a la comunidad científica de su tiempo. Ciertos teólogos de aquella época, herederos de la concepción unitaria del mundo que se impuso por entonces, no supieron interpretar el significado profundo, no literal, de las Sagradas Escrituras cuando, en el libro del Génesis, se describe la estructura física del universo creado. Ese error les llevó a trasponer de forma indebida una cuestión de observación experimental al ámbito de la fe, y viceversa.

La verdad sobre la condena

—¿Y se ha reconocido el gran sufrimiento que padeció Galileo por parte de hombres e instituciones de Iglesia?

Juan Pablo II reconoció la grandeza de Galileo, y lamentó profundamente los errores de los miembros de aquel tribunal. Aunque, siendo objetivos, hay que decir que en torno a estos sufrimientos se ha creado un gran mito.

Según una amplia encuesta realizada en 2009 por el Consejo de Europa con motivo del cuarto centenario de la construcción del telescopio, entre estudiantes de ciencias de todo el continente, casi el 30 % tenían el convencimiento de que Galileo fue quemado vivo en la hoguera por la Iglesia; y el 97 % estaban seguros de que fue sometido a torturas.

Durante tres siglos, pintores, escritores y científicos han descrito con todo lujo de detalles las mazmorras y torturas sufridas por Galileo a causa de la cerrazón de la Iglesia. Y en todo eso no hay nada de verdad.

—Pues efectivamente hay infinidad de personas convencidas de que Galileo fue encarcelado y torturado por la Inquisición medieval, murió quemado en la hoguera, y todo ello por haber dicho que la tierra era redonda.

Es indudable que Galileo sufrió mucho, pero la verdad histórica es que fue condenado solo a “formalem carcerem”, es decir, a una especie de reclusión domiciliaria. No pasó ni un día en la cárcel, ni sufrió torturas, ni hubo mazmorras, ni hoguera. Y la inquisición no fue precisamente la medieval, sino que todo sucedió en el siglo XVII, y por entonces hacía más de un siglo que Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano habían dado la vuelta al mundo, en 1522, y en esa época a nadie se le ocurría sostener que la tierra no era redonda.

 También es incuestionable que varios jueces se negaron a suscribir aquella triste sentencia, y que el Papa tampoco la firmó. Galileo pudo seguir trabajando en su ciencia, siguió recibiendo visitas y publicando sus obras, hasta que murió pacíficamente nueve años después en su domicilio, en Arcetri, cerca de Florencia, como ya hemos dicho. Viviani, que le acompañó durante su enfermedad, testimonia que murió con firmeza filosófica y cristiana, a los 77 años de edad, en su cama, con indulgencia plenaria y la bendición del Papa. Se puede decir que Galileo vivió y murió como un buen creyente.

—De todas formas, reconocer ahora ese error significa que el Magisterio de la Iglesia puede equivocarse...

Ya hemos dicho que las resoluciones judiciales de un tribunal de esas características no comprometen el Magisterio de la Iglesia. Juan Pablo II, al término de los trabajos de la citada comisión, recordó la famosa frase del Cardenal Baronio: “La intención del Espíritu Santo fue enseñarnos cómo se va al cielo, no cómo está estructurado el cielo”. La asistencia divina a la Iglesia no se extiende a los problemas de orden científico-positivo.

La infeliz condena de Galileo está ahí para recordárnoslo. Este es su aspecto providencial. Es cierto que se ha tardado quizá demasiado tiempo en abordar a fondo este asunto. Por eso la Iglesia ha deplorado en diversas ocasiones ciertas actitudes que a veces no han faltado entre los mismos cristianos, que no han entendido suficientemente la legítima autonomía de la ciencia. De todos modos, hay que recordar que Galileo Galilei, como científico y como persona, ya estaba rehabilitado desde hacía mucho tiempo. De hecho, cuando en 1741 se alcanzó la prueba óptica del giro de la Tierra alrededor del Sol, Benedicto XIV mandó que el Santo Oficio concediera el “imprimatur” a la primera edición de las obras completas de Galileo. Y en 1822 hubo una reforma de la sentencia errónea de 1633, por decisión de Pío VII.

 Diálogo entre ciencia y fe

Ante estas u otras leyendas negras, en las que la verdad histórica ha quedado empañada y deformada, es preciso reaccionar, en nombre de aquella verdad y aquel respeto que hoy invocamos para todos.

Las perspectivas del diálogo entre ciencia y fe son ahora más prometedoras, partiendo de la esperanza que da la clarificación de este triste caso. Juan Pablo II explicaba en 1991 que «la escritura de la historia se ve obstaculizada a veces por presiones ideológicas, políticas o económicas; en consecuencia, la verdad se ofusca y la misma historia termina por encontrarse prisionera de los poderosos. El estudio científico genuino es nuestra mejor defensa contra las presiones de ese tipo y contra las distorsiones que pueden engendrar».

 Parece que el mito de la incompatibilidad entre la ciencia y fe empieza ya a declinar. Por otra parte, también la Iglesia se interroga ahora más que nunca sobre los fundamentos de su fe, sobre cómo dar razón de su esperanza al mundo de hoy. La ciencia es cada vez más consciente de sus propios límites y de su necesidad de fundamentación. Por eso, ciencia y fe están llamadas a una seria reflexión, a tender puentes sólidos que garanticen la escucha y el enriquecimiento mutuos, pues no puede olvidarse que la ciencia moderna se ha desarrollado precisamente en el Occidente cristiano y con el aliento de la Iglesia. La fe ha constituido a lo largo de la historia una fuerza propulsora de la ciencia.

 

18. ¿CÓMO ACTUÓ LA IGLESIA ANTE EL NAZISMO?

La Santa Sede y el Holocausto nazi

De vez en cuando se repite la acusación de que la Iglesia católica mantuvo una actitud un tanto confusa ante el exterminio de millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

Estas críticas no comenzaron hasta 1963, cuando se estrenó una obra teatral del dramaturgo alemán Rolf Hochhuth, y desde entonces han venido repitiéndose con una notable falta de documentación histórica.

La realidad, en cambio, es que las más contundentes y tempranas condenas del nazismo en aquellos años provinieron precisamente de la jerarquía católica. Y si no fueron más contundentes aún fue por los difíciles equilibrios que hubieron de hacer para denunciar los abusos de Hitler sin poner en peligro la vida de millones de personas. Nunca dejaron de combatir y condenar los atropellos nazis. Pero tenían las manos atadas: pronto comprobaron que cuando arreciaban sus denuncias, las represalias nazis eran mucho mayores.

Un breve repaso histórico

Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán el 28 de enero de 1933. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, pero Hitler tardó solo tres días en convocar nuevas elecciones. Con una mayoría absoluta por escaso margen, los nazis aprobaron una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan solo una hora después, se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar la medida, y gracias a la poderosa maquinaria de propaganda nazi en manos de Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por abrumadora mayoría y Adolf Hitler se convirtió en amo absoluto de Alemania.

Desde 1930, tanto Pío XI como la jerarquía católica alemana mostraron su preocupación por las consecuencias del pensamiento nazi. Los obispos redactaron cartas pastorales con ocasión de las elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico. No puede decirse que los católicos recibieran con indiferencia esas declaraciones, pues el gran ascenso nacionalsocialista se registró sobre todo en las zonas de mayoría protestante.

Poco después del triunfo nazi de 1933, los obispos alemanes publicaron otra carta colectiva del episcopado que hablaba con enorme claridad sobre cómo los principios nazis de la sangre y de la raza conducían a injusticias gravemente contrapuestas a la conciencia cristiana. También enviaron un mensaje al gobierno, manifestando la repulsa unánime del episcopado católico ante esos atropellos.

Ante esto, Hitler pensó que sería más práctico intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato.

En la Santa Sede acogieron bien la idea del concordato, pues pensaban que era mejor intentar entenderse con los regímenes hostiles a la Iglesia, como se había demostrado, por ejemplo, con ocasión de la reciente república española. La Iglesia no se hacía muchas ilusiones con ello, pero consideraba que al menos serviría de referencia para denunciar previsibles abusos que cometieran las autoridades alemanas, y quizá así mitigarlas. Es difícil calibrar hasta qué punto sirvió para lograr ese objetivo, pero no parece que fuera muy desacertado aquel concordato de 1933 si se tiene en cuenta que sigue hoy todavía vigente.

El gobierno nazi incumplió el concordato desde el primer momento y hostigó a la Iglesia de diversos modos. Organizó, por ejemplo, una campaña de desprestigio con varios procesos amañados contra personalidades eclesiásticas.

En enero de 1937 se desplazaron a Roma, con la máxima discreción, los principales representantes del episcopado alemán (los cardenales Bertram, Faulhaber y Schulte, y los obispos Preysing y von Galen), para solicitar una nueva intervención pontificia que condenara formalmente el nazismo. De ahí nacería la encíclica “Mit brennender sorge“ (Con ardiente preocupación), que hubo de ser introducida en el país de modo clandestino y fue leída el domingo 21 de marzo de 1937 en los 11.000 templos católicos alemanes. Fue un aldabonazo enorme. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, etc. No faltaban referencias a lo que hoy se denominaría “culto a la personalidad”.

Nunca el régimen nazi recibió en Alemania una contestación semejante a la que se produjo con la ”Mit brennender sorge“. Al día siguiente, el órgano oficial nazi, “Volskischer Beobachter“, publicó una primera réplica a la encíclica que, sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, advirtió enseguida la fuerza que había tenido esa declaración y, con el control total de prensa y radio que ya tenía por esas fechas, decidió que lo mejor era ignorarla completamente.

—Pero en Austria me parece que la actitud de la jerarquía católica no fue tan firme...

Cuando Hitler invade Austria en marzo de 1938, aquella anexión —el “anschluss“—, fue en general bastante bien recibida, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen que el régimen alemán había logrado adquirir con la activa propaganda nazi.

En ese ambiente de euforia, Hitler, que era austriaco de nacimiento, llegó a Viena y se entrevistó con el cardenal Innitzer, del que logró con engaño una desafortunada declaración del episcopado austriaco en que se le daba la bienvenida y se ensalzaba el nacionalsocialismo alemán.

Enseguida vio lnnitzer que había cometido un grave error, y añadió una nota aclaratoria. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero omitiendo toda referencia a esa nota aclaratoria. Innitzer fue llamado a Roma y a los pocos días publicó una rectificación mucho más contundente. Solo después fue recibido por Pío XI, pues hasta entonces no había querido hacerlo. La respuesta nazi fue ignorar la rectificación, suprimir las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y hasta la Facultad de Teología de lnnsbruck. El palacio arzobispal de lnnitzer fue asaltado y arrasado por las juventudes hitlerianas.

La acción más prudente y eficaz

—¿Y no debían haber formulado condenas aún más públicas y explícitas de lo que fueron?

Con el estallido de la guerra, el régimen nazi se radicalizó. Las grandes deportaciones y el exterminio programado de los judíos comenzó en la segunda mitad de 1942. Están apareciendo ahora numerosos documentos que prueban que los gobiernos aliados estaban bastante bien informados de esas atrocidades, y que la Santa Sede hizo tenaces y continuos esfuerzos para oponerse a todos esos terribles atropellos. El aparente silencio de la Santa Sede durante una etapa de la guerra escondía una acción cauta y eficaz para evitar en lo posible esos crímenes.

Las razones de tal discreción están explicadas claramente por el propio Papa en diversos discursos, cartas al episcopado alemán y deliberaciones de la Secretaría de Estado. Las declaraciones públicas solo habrían agravado la suerte de las víctimas y habrían multiplicado su número. No puede perderse de vista que las declaraciones podían ser contraproducentes y hacer que los nazis radicalizaran más aún sus posturas, como pronto se comprobó. Por ejemplo, cuando la jerarquía católica de Ámsterdam se quejó públicamente en julio de 1942 del trato que se daba a los judíos, los nazis multiplicaron las redadas y las deportaciones durante las siguientes semanas, de modo que fueron exterminados más del 90 % de los judíos que había en la capital holandesa. Sor Pascualina Lenhert, asistente entonces de Pío XII, ha narrado cómo en agosto de 1942 el Papa decidió destruir una nota de protesta por todo aquello mientras afirmaba: «si la carta de los obispos holandeses ha costado cuarenta mil vidas humanas, mi protesta tal vez costaría doscientas mil. Por ello es mejor no hablar oficialmente y actuar en silencio, como lo he hecho hasta ahora, haciendo todo lo que es humanamente posible por esta gente».

Ese fue el motivo por el que prefirió la protesta por vía diplomática, que fue muy intensa. Los esfuerzos se encaminaron a procurar salvar vidas e influir ante los países satélites de Hitler para que impidieran a las SS alemanas actuar impunemente en su territorio. Se consideraba lo más práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo, pues así se salvaron cientos de miles de vidas. Siguiendo las directas instrucciones de Pío XII, muchos sacerdotes y religiosos hicieron posible la salvación miles de judíos durante la ocupación alemana de Italia, poniendo en peligro su misma vida. Mientras el ochenta por ciento de los judíos europeos murieron en aquellos años, el ochenta por ciento de los judíos italianos pudieron salvarse. Sólo en Roma, más de ciento cincuenta conventos y monasterios ofrecieron refugio a unos cinco mil judíos. Al menos tres mil se salvaron en la mismísima residencia papal de Castel Gandolfo, librándose así de la deportación en los campos de concentración alemanes. También en Rumanía los estragos habrían sido mucho mayores sin las gestiones que realizó, entre otros, Mons. Roncalli, futuro Juan XXIII y entonces delegado apostólico en Turquía. En otros países la Iglesia no pudo conseguir demasiado, pero lo intentó con todos los medios a su alcance. De hecho, cuando terminó la guerra, entre los pocos a quienes las organizaciones judías podían manifestar su agradecimiento figuraba la Santa Sede y unas cuantas personalidades e instituciones de la Iglesia católica, empezando por el propio Papa Pío XII.

El prestigioso historiador hebreo David Dalin asegura que más de setecientos mil judíos fueron salvados por la acción caritativa de la Iglesia en aquellos años tan difíciles. Dalin resalta especialmente la gran altura moral y humanitaria de Pío XII: «Durante el siglo XX el pueblo judío no tuvo un amigo más grande. Durante la Segunda Guerra Mundial, Pío XII salvó más vidas de judíos que cualquier otra persona, incluso más que Raoul Wallenberg o Oskar Schindler. Su silencio en determinados momentos fue una eficaz estrategia orientada a proteger al mayor número posible de judíos de la deportación. Una denuncia explícita y dura contra los nazis por parte del Papa hubiera sido una invitación a la represalia, y hubiera empeorado las disposiciones hacia los judíos en toda Europa. Tenemos pruebas de que, cuando el obispo de Münster quiso pronunciarse en contra de la persecución de los judíos en Alemania, los responsables de las comunidades judías de su diócesis le suplicaron que no lo hiciera, pues hubiera provocado una represión más dura contra ellos».

El teólogo judío Pinchas Lapide, que prestó servicios de cónsul de Israel en Milán y entrevistó a los judíos italianos sobrevivientes, asegura que la Iglesia católica salvó más judíos durante la guerra que todas las demás iglesias, instituciones religiosas u organizaciones juntas, incluidas la Cruz Roja y las democracias occidentales.

Fueron muchos los cristianos que arriesgaron su vida para salvar personas de raza judía. El hecho de que algunos no lo hicieran pudo ser una muestra de poco espíritu cristiano, pero también es verdad que no es fácil hacer un juicio moral retrospectivo sobre lo que los demás debían haber hecho bajo las condiciones extremas de un Estado totalitario como el nazi.

Las actuaciones diplomáticas del Papa o de la jerarquía católica pudieron ser más o menos afortunadas en aquella coyuntura política concreta. La Iglesia, al acercarse a este o a otros momentos de su historia, no tiene inconveniente en reconocer ante el mundo los errores que hayan podido cometer algunos de sus miembros, pero junto a la petición de perdón hay que poner empeño por conocer lo que realmente sucedió.

Nunca estará de más reflexionar sobre cómo pudo producirse aquella barbarie nazi, y observar que no fue la crueldad aislada de un grupo de desaprensivos, sino la proyección política de toda una serie de ideas que venían gestándose en la mente europea (no solo alemana) desde más de un siglo antes. Eran teorías materialistas, biologistas, romántico-hegelianas y nihilistas, que configuraron un estilo y un núcleo neopaganos cuyas manifestaciones más salvajes fueron las ideologías nazi y comunista.

 

19. ¿QUÉ HA APORTADO EL CRISTIANISMO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD?

Los primeros cristianos

Los primeros años del cristianismo no pudieron comenzar con más dificultades exteriores. Desde el primer momento sufrió una dura persecución por parte del judaísmo. Sin embargo, en poco menos de veinte años desde la muerte de Jesucristo, el cristianismo había arraigado y contaba con comunidades en ciudades tan importantes como Atenas, Corinto, Éfeso, Colosas, Tesalónica, Filipos, y en la misma capital del imperio, Roma.

Desde luego, no podía atribuirse ese avance a la simpatía del Imperio Romano. En realidad, el cristianismo era para ellos incluso más molesto en sus pretensiones, sus valores y su conducta que para los judíos. No solo eliminaba las barreras étnicas entonces tan marcadas, sino que, además, daba una acogida extraordinaria a la mujer, se preocupaba por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio no sentía la menor preocupación.

—¿Eso no es exagerar un poco?

El Imperio Romano tuvo aportaciones extraordinarias, indudablemente, pero también es cierto —te contesto glosando ideas de César Vidal— que no puede idealizarse el hecho de que el imperio era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las mujeres, de los libres sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles. No debe extrañarnos que Nietzsche lo considerara un paradigma de su filosofía del “superhombre”.

Frente a ese imperio, el cristianismo predicaba a un Dios ante el cual resultaba imposible mantener la discriminación que oprimía a las mujeres, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica del aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina y la deslealtad conyugal, el abandono de los desamparados, etc.

A lo largo de tres siglos, el imperio desencadenó sobre los cristianos toda una serie de persecuciones que cada vez con frecuencia muy violentas. Sin embargo, no solo no lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino que al final se impuso el cristianismo, que predicaba un amor que jamás habría nacido en el seno del paganismo (el mismo Juliano el Apóstata lo reconoció), y que proporcionaba dignidad y sentido de la vida incluso a aquellos a los que nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto.

Ante las invasiones bárbaras

Cuando en el año 476 cayó el Imperio Romano de Occidente, el cristianismo preservó la cultura clásica, especialmente a través de los monasterios, que salvaguardaron eficazmente los valores cristianos en medio de un mundo que con las invasiones bárbaras se había colapsado por completo. Se cultivó el arte, se alentó el espíritu de trabajo, la defensa de los débiles y la práctica de la caridad. El esfuerzo misionero se extendió a la asimilación y culturización de los mismos pueblos invasores, que a medio plazo también se convirtieron al cristianismo como antaño sucedió con el Imperio Romano.

En los siglos siguientes, el cristianismo fue decisivo para preservar la cultura, para la popularización de la educación, la promulgación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. Sin embargo, fueron creaciones que de nuevo se desplomaron ante las sucesivas invasiones de otros pueblos, como los vikingos y los magiares. En poco tiempo, gran parte de los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y cenizas. Una vez más, sin embargo, el cristianismo mostró su vigor, y cuando los enemigos de los pueblos cristianos eran más fuertes, cuando no necesitaban pactar y podían imponer por la fuerza su voluntad, acabaron aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo asimilaron en sus territorios, de modo que al llegar el año 1000 el cristianismo se extendía desde las Islas Británicas hasta el Volga.

Luces y sombras

Las sociedades nacidas de aquella aceptación del cristianismo no llegaron a asimilar todos los principios de la nueva fe. De hecho, en buena medida eran reinos sustentados sobre la fuerza militar necesaria para la conquista o para la defensa frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos una influencia fecunda, que volvió a sentar las bases de un principio de legitimidad del poder —alejado de la arbitrariedad guerrera de los bárbaros—, buscó de nuevo la defensa y la asistencia de los débiles y continuó su esfuerzo artístico y educativo. Además, suavizó la violencia bárbara implantando las primeras normas del derecho de guerra —la “Paz de Dios” y la “Tregua de Dios”—, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó un sistema de pensamiento como la Escolástica y abrió las primeras universidades.

También las principales legislaciones de carácter social recibieron un impulso decisivo de la preocupación cristiana de personas como Lord Shaftesbury (que promovió leyes que mejoraron las condiciones de trabajo en minas y fábricas), Elizabeth Fry (que introdujo importantes medidas humanitarias en las prisiones) y otros muchos hombres y mujeres que, gracias al impulso cristiano, superaron los condicionantes de su tiempo y promovieron reformas decisivas para humanizar la sociedad.

Es cierto que hubo también páginas tristes y oscuras en la historia de la fe de esos pueblos cristianos, y es verdad también que se cometieron errores, a veces graves, pero en el curso de esos siglos y de los siguientes, el cristianismo alcanzó grandes logros educativos y asistenciales, y facilitó el desarrollo económico, científico, cultural, artístico e incluso político. Causas como la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo difícilmente habrían sido iniciadas sin el impulso cristiano.

El embate de los totalitarismos

No debe por ello sorprendernos que el siglo XX, coincidiendo con el declinar de la influencia de la fe cristiana en la vida social, haya sido el siglo que ha contemplado un número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones por encima de cualquier otro período de la historia.

Es probable que las generaciones venideras tengan dificultad para creer que hubo un tiempo en que la mayor parte del mundo estuvo controlada por una doctrina llamada comunismo que causó tanta desgracia y que, en su expansión, fue reduciendo a la esclavitud y a la muerte a centenares de millones de seres humanos. Actualmente, esos sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo económico. Pero a veces se pasa por alto el hecho de que se derrumbaron, de forma más profunda, por su desprecio del ser humano, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y a sus promesas de futuro.

No fue, además, el único peligro totalitario que aquejó a la humanidad en el siglo XX ni el único que consideró al cristianismo como un objetivo a batir. El otro fue el neopaganismo nihilista, del que nacerían el fascismo y el nazismo. Si Marx constituye un ejemplo paradigmático de las tesis que luego seguirían al pie de la letra Lenin, Stalin o Mao, no resulta menos cierto que Nietzsche avanzó una cosmovisión nihilista y anticristiana que luego cristalizaría, entre otros fenómenos, en el fascismo y el nazismo.

     —¿Crees que hay realmente una relación tan directa entre lo uno y lo otro?

Nietzsche identificaba el concepto de bueno con la clase superior. Lo malo corresponde a la plebe, al vulgo, a la clase inferior. A esa moral aristocrática, de los poderosos, de los fuertes, se contrapone la moral de los débiles, de la plebe. Afirmaba que la moral había sufrido un proceso de corrupción al dejar de estar pergeñada por los señores y pasar a responder a los anhelos de la plebe, y esto se debía fundamentalmente a los judíos y al cristianismo. Frente a esa situación, Nietzsche propuso el alzamiento de las razas nórdicas para implantar socialmente la superioridad de una élite que dominara sin el freno del sentido de culpa, negando la existencia de la verdad objetiva y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores. Para lograrlo, judíos y cristianos debían ser aniquilados por las razas germánicas. Tales medidas permitirían implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace milenios en la India. En ella, los más, los mediocres, serían engañados y mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debía sacarlos el cristianismo.

Las enseñanzas del filósofo alemán tuvieron repercusiones políticas, en especial desde inicios del siglo XX. El fascismo de Mussolini —que retaba a Dios a fulminarle con un rayo en el plazo de cinco minutos— y, sobre todo, el nazismo de Hitler se sustentaron en buena medida sobre una nueva moral de la minoría fuerte, violenta y audaz, que se imponía sobre una masa engañada. En ese sentido, las afirmaciones ideológicas de Nietzsche y las cámaras de gas de Auschwitz se encuentran estrechamente vinculadas.

El cristianismo ha sobrevivido en el siglo XX a dos terribles amenazas que pusieron en peligro a todo el género humano. Ambas coincidían en negar la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus objetivos; ambas ansiaban desesperadamente alcanzar esos objetivos; ambas creían en la legitimidad de exterminar social, económica y físicamente a los que consideraran sus enemigos, fueran burgueses, judíos o enfermos; ambas eran conscientes de que el cristianismo se les oponía ideológicamente como un valladar frente a sus aspiraciones; y ambas intentaron aniquilarlo como a un peligroso adversario.

Tanto la dictadura de Hitler como la de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de la herencia cristiana de la sociedad, en un enorme orgullo que no quería someterse a Dios, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo de Dios en el mundo bueno que surgiría del dogmatismo de su propia ideología.

Hacer balance

Sin duda, la aportación del cristianismo a la cultura occidental ha sido enorme a lo largo de estos casi dos mil años de existencia. Para captar un poco su extraordinaria importancia, podemos imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo, o bien ver los resultados obtenidos por otras culturas.

Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una sociedad en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además habría sucumbido ante el empuje de los bárbaros sin dejar casi nada detrás. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido de manera infructuosa entre ellos, para no poder sobrevivir después al empuje conjunto de las siguientes invasiones y del avance árabe, suponiendo que este se hubiera dado sin un Islam cuya existencia presupone la del cristianismo.

Durante los siglos de lo que ahora conocemos como la etapa medieval, Europa hubiera sido escena de continuas oleadas de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido, como de hecho no aparecieron en otras culturas. Además, sin los valores cristianos se habrían perpetuado —como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy— fenómenos como la esclavitud, la arbitrariedad del poder político, la ausencia de desarrollo científico o el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta tradicional.

Hoy todos sabemos que el modelo democrático procede de las constituciones monásticas, que fueron pioneras con sus capítulos y sus votaciones. La idea de derechos iguales para todos encontró ahí su forma política. Es cierto que hubo antes una democracia griega, de donde se tomaron algunas ideas decisivas. Pero en la sociedad helénica existía la garantía sagrada de los dioses, y la democracia cristiana de la época moderna pudo basarse en la sacralizad de los valores garantizados por la fe, que se sustraen a la dictadura de las mayorías. Es un hecho evidente que las dos primeras democracias —la norteamericana y la inglesa— están basadas en una misma conformidad de valores procedente de la fe cristiana, y que solo pueden funcionar cuando existe un acuerdo fundamental sobre los valores.

Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el Islam, el budismo, el hinduismo o el animismo —donde siguen considerándose legítimas muchas conductas degradantes para el ser humano—, para intuir lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo, y eso a pesar de que hoy día hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico a la asistencia social, por citar solo dos ejemplos.

En el último siglo, el olvido de algunos de los principios básicos de origen cristiano (sobre todo en los regímenes incubados por el marxismo o el fascismo-nazismo) ha llevado a situaciones de una barbarie sin precedentes, una muestra más de los riesgos que supone construir el futuro olvidando los principios sobre los que se asienta.

Es cierto que los cristianos muchas veces han dejado bastante que desear en el modo de vivir su fe. Con todo, la influencia humanizadora y civilizadora de la fe cristiana no cuenta con equivalentes de ningún tipo a lo largo de la historia universal. Sin la fe cristiana, el devenir humano habría estado mucho más teñido de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento; con ella, el gran drama de la condición humana se ha visto acompañado de progreso y de justicia, de compasión y de cultura.

 

20. ¿QUÉ HAY DE VERDAD EN TANTAS OTRAS LEYENDAS NEGRAS?

Las historia de las misiones

—Hay bastantes movimientos críticos contra el modo en que se desarrollaron las misiones. Parece que la Iglesia lleva con esto un lastre importante.

Pienso que ha habido con esto muchos juicios sumarios y apresurados que no responden a la verdad de la historia. No pretendo disculpar los fallos, grandes o pequeños, que seguro que habrá habido a lo largo de todos estos siglos de trabajo en las misiones de tantísimas personas en tantísimos lugares del mundo. Pero hay cada vez más estudios históricos serios sobre este tema, y las nuevas investigaciones dejan al descubierto que la fe, y la propia Iglesia, realizaron una gran tarea de servicio y de protección de las personas y de la cultura frente al impulso de aplastamiento que muchas veces tuvieron los conquistadores o las potencias coloniales.

—He leído que la Iglesia Católica tardó siglos en reconocer que los indígenas tenían alma.

Se han escrito a lo largo de la historia muchas cosas que no son ciertas. Si te refieres a América Latina, en cuanto llegó la noticia del descubrimiento, el Papa Alejandro VI dictó en 1493 la bula “Inter caetera”, que recordaba la obligación de proteger y evangelizar a los indios. Paulo III reafirmó esta idea con la bula “Sublimis Deus”, insistiendo en que “los indios son verdaderos hombres” y “capaces de entender la fe católica”, quizá precisamente para dejar clara la posición de la Iglesia Católica en ese punto y asegurar de nuevo que eran hijos de Dios y tenían alma. Sus sucesores intercedieron también con firmeza a favor de los derechos de los indígenas y dictaron disposiciones jurídicas bien claras. La Corona española también promulgó leyes que protegían los derechos de los nativos, y fue en aquel siglo de oro español cuando los teólogos y canonistas católicos dieron origen a la idea de los derechos humanos. Todo aquello constituyó un auténtico valladar contra el exterminio de las poblaciones indígenas, tristemente habitual en otro tipo de colonizaciones.

Esa ingente actividad misionera se transformó en un gran movimiento defensor de la dignidad y los derechos del hombre. Y si los indígenas acogieron enseguida el cristianismo fue en gran parte porque comprendieron su enorme fuerza protectora y su valor liberador (liberador también del culto que muchos de ellos habían tenido hasta entonces). Los obispos, sacerdotes y misioneros se convirtieron en los principales defensores con que podían contar los débiles y los oprimidos. Y de modo semejante a como había sucedido en la Edad Media en la vieja Europa, actuaron también como educadores, como fundadores de universidades, como desbrozadores de terrenos baldíos, como estudiosos de aquellas culturas indígenas, como promotores de formas de vida que no concluyeran con el exterminio de una raza por otra, sino con el mestizaje. Si las etnias y las culturas indígenas no desaparecieron fue debido en gran parte a esa fecunda labor que hizo prevalecer los principios cristianos sobre la codicia de los conquistadores.

La abolición de la esclavitud

—Pero así como la defensa de los indígenas americanos tuvo desde el principio sus principales valedores en el cristianismo, no puede decirse lo mismo de la esclavitud.

Es un asunto más complejo, y habría que analizar su evolución a lo largo de la historia. En el mundo antiguo se consolidó la idea aristotélica de que algunos de los hombres habían nacido para ser esclavos. Esto, unido a la piedad con los prisioneros de guerra, para los que ser esclavo era mejor que la muerte, hizo que el fenómeno de la esclavitud estuviera presente en todas las civilizaciones de la antigüedad. Entre las sociedades esclavistas estaban la griega y la romana. El derecho romano, por ejemplo, consideraba al esclavo una cosa —res—, sin ningún derecho, a disposición total de su amo.

Con la llegada del cristianismo se proclama la igualdad absoluta de todos los hombres ante Dios. Sin embargo, se tardará siglos en llegar a la abolición de la esclavitud, pero ya estaba puesto el punto de partida. La Iglesia desde el principio consideró a los esclavos como personas, los admitió a los sacramentos, se preocupó de su instrucción e impulsó a los amos a tratarlos con la mayor consideración. Pese a eso, el fenómeno de la esclavitud vino a ser en todo el mundo una de las más grandes lacras sociales y una ofuscación que pervivió durante siglos y ensombreció verdades que estaban contenidas en el mensaje cristiano.

La lucha contra la esclavitud surgió poco a poco en el seno del cristianismo, y solo bastante después recibió el respaldo de otras culturas y otros modos de pensar.

—¿No fue entonces algo que impulsó más bien la Ilustración?

Coincidió en el tiempo con la Ilustración, pero no siempre en las ideas. Si examinamos las páginas de la Enciclopedia —el máximo exponente de la Ilustración—, puede verse que los ilustrados no solo no eran contrarios a la esclavitud, sino que veían como natural considerar que unas razas eran superiores y otras inferiores, y que las superiores dominaran a las inferiores por su bien, pues —afirmaba la Enciclopedia— “los negros se encontrarán mejor bajo el dominio de un amo blanco en América que en libertad en África”.

No resulta difícil imaginar lo que hubiera sido de esos hombres si, frente a la visión de los conquistadores, frente al pensamiento ilustrado y frente a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado una recuperación del concepto cristiano acerca de la dignidad de todo hombre.

—¿Y cómo fue el proceso de la abolición de la esclavitud?

El inicio de la trata de esclavos a gran escala comenzó en el siglo XV en diferentes puntos de la costa africana. Durante más de un siglo, Portugal casi monopolizó ese tráfico gracias a la colaboración de los comerciantes árabes del norte de África, que ya enviaban esclavos de África central a los mercados de Arabia, Irán y la India. El descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a esa práctica tan denigrante. Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la situación, y la Constitución norteamericana admitió también la esclavitud.

La idea de abolir la esclavitud surgió en el seno del cristianismo, a medida que se fue tomando mayor conciencia de que se oponía a los principios del Evangelio. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con evidentes e importantes intereses económicos, pero finalmente, y gracias sobre todo al empeño de William Wilberforce y de Thomas Clarkson, Inglaterra prohibió en 1807 el comercio de esclavos, y en 1833 declaró la abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El único país que se adelantó fue Dinamarca, en 1792, y lo hizo también apelando directamente a valores cristianos. A lo largo del siglo XIX la esclavitud fue abolida sucesivamente en el resto de los países de tradición cristiana.

Hoy día, a pesar de las normas antiesclavistas de la legislación internacional, la esclavitud sigue siendo una triste realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien millones de personas. En algunos países islámicos y budistas cuenta incluso con una cobertura legal. De no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez tendríamos ese mismo panorama en las sociedades occidentales.

Preocupación por los que sufren

Por otra parte, hay que decir que la influencia de la fe cristiana en la lucha por aliviar el sufrimiento humano ha sido decisiva a lo largo de la historia. Ya en el Imperio Romano, el cristianismo se preocupó por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio apenas sentía preocupación. También dio una acogida extraordinaria a la mujer, y contribuyó a suavizar las barreras étnicas entonces tan marcadas. El cristianismo predicaba a un Dios ante el cual no cabía mantener la discriminación que oprimía a las mujeres, el culto a la violencia, el infanticidio, el abandono de los desamparados, etc.

En los siglos siguientes, el cristianismo fue también decisivo para preservar la cultura y extender la educación. Impulsó la defensa y la asistencia de los débiles y se preocupó por quienes nadie parecía tener interés. Baste citar, por poner algunos ejemplos, la aportación de San Juan de Dios o de San Camilo de Lelis, que fundaron órdenes religiosas dedicadas a atender a enfermos pobres o abandonados, y en especial a los enfermos mentales, verdaderos olvidados de la sociedad durante siglos; o el esfuerzo de innumerables instituciones católicas dedicadas a atender leproserías, dispensarios, personas pobres o abandonadas, niños huérfanos, etc.

“Ahora —ha escrito Tomás Alfaro—, o en cualquier otro momento de la historia de los últimos veinte siglos, si buscamos un grupo de personas miserables, abandonadas por todos, marginadas por la sociedad, con los que nadie querría pasar una hora, es casi seguro que a su lado encontremos a alguien que se considera hijo de la Iglesia, y que hace lo que hace precisamente por ser seguidor de Cristo.”

Las cruzadas

—¿Y qué dices de las cruzadas, que fueron guerras de religión promovidas por la Iglesia?

Se trata de un tema complejo, pues las cruzadas abarcan cerca de doscientos años y al estudiar su desarrollo a lo largo de la historia debe hacerse un juicio de conjunto, pero no puede decirse que fueran guerras de religión. De entrada —como ha escrito el historiador Franco Cardini—, la palabra “cruzada” es una expresión moderna que se usa sistemáticamente solo desde el siglo XVIII. Hasta entonces no existía esa palabra, lo que indica que, hablando de Cruzadas desde entonces hasta hoy, se ha hecho toda una serie de generalizaciones engañosas.

Las cruzadas nunca fueron guerras de religión, no buscaban la conversión forzada o la supresión de los infieles. Los excesos y violencias realizados en el curso de las expediciones —que han existido y no se pretenden ocultar— deben ser evaluados en el marco de la normal aunque dolorosa fenomenología de los hechos militares de la época. La cruzada corresponde a un movimiento de peregrinación armado que se afirmó lentamente entre el siglo XI y el XIII, y que debe ser entendido en el contexto del largo encuentro entre Cristiandad e Islam, que produjo resultados culturales y económicos muy positivos. ¿Cómo se justifica, si no, el dato de frecuentes amistades e incluso alianzas militares entre cristianos y musulmanes en la historia de las Cruzadas?

San Bernardo de Claraval propuso que contra aquella caballería laica del siglo XII, formada por gente ávida, violenta y amoral, se creara una nueva caballería al servicio de los pobres y de los peregrinos. La propuesta de San Bernardo era revolucionaria, una nueva caballería hecha de monjes que renunciasen a toda forma de riqueza y de poder personal. Su objeto era ponerse al servicio de los cristianos amenazados por los musulmanes, recuperar la paz en Occidente y socorrer a los correligionarios lejanos. La cruzada exigía reconciliarse con el adversario antes de partir, renunciar a la disputa y a la venganza, aceptar la idea del martirio, ponerse a sí mismos y a los propios bienes a disposición de los demás, y embarcarse por un cierto número de meses o de años en una expedición movida por el deseo de garantizar el libre acceso de los peregrinos a los Santos Lugares, entendido como búsqueda de la memoria de Jesucristo en la tierra que había sido escenario de su existencia terrena.

Prescindiendo de la mayor o menor categoría humana y espiritual de los participantes, su impulso era fundamentalmente espiritual. Movidos por ese deseo de peregrinación, abandonaron todo lo que tenían y se lanzaron a una aventura en la que no pocos no solo se arruinaron sino que incluso encontraron la muerte. No se trató, por lo tanto, de un movimiento material disfrazado de espiritualidad, ni de una guerra santa, sino de un colosal impulso de raíces espirituales que no tuvo inconveniente, pese a sus enormes defectos, en afrontar considerables riesgos y pérdidas materiales.

Hay que decir que en nuestros días la Iglesia católica impulsa de modo decidido el diálogo religioso y cultural con el Islam. Los últimos pontífices han recordado que los cristianos reconocemos con alegría los valores religiosos que compartimos con el Islam. La Iglesia mira a los musulmanes con estima, convencida de que su fe en Dios trascendente puede contribuir a la construcción de una nueva familia humana. La adoración al único Dios, creador de todos, nos alienta a intensificar en el futuro nuestro conocimiento recíproco, caminando juntos por el camino de la reconciliación. Renunciando a toda forma de violencia como medio para resolver las diferencias, las dos religiones podrán ofrecer un signo de esperanza al mundo.

Isabel la Católica

—Isabel de Castilla es una figura histórica muy controvertida. Llama la atención que haya pasado a la historia con el título de “católica”, pero que, por ejemplo, fuera quien expulsó a los judíos de España…

El hecho de que en determinado momento la reina prohibiera la práctica del judaísmo en España (porque el judío que se convertía no se debía marchar) ha creado efectivamente un ambiente negativo en torno a su persona. Pero quizá no se tiene en cuenta que esa expulsión fue una medida general en Europa, y que España fue de los últimos países en aplicarla, y lo hizo solo cuando ya no quedaba otro remedio porque las presiones internacionales eran enormes (los judíos fueron expulsados de Inglaterra en 1290, de Alemania en 1375, de Francia en 1394, de Austria en 1421, etc.). Y cuando España tomó esa decisión, tuvo la preocupación de asegurar que los judíos dispusieran de un plazo para decidir, y que pudieran disponer de todos sus bienes, cosa no muy corriente en aquella época.

En el siglo XV, en todos los países, la ciudadanía estaba ligada al principio religioso, de modo que el “no fiel” podía ser un “huésped tolerado y sufrido” —esta es la frase que suelen utilizar los documentos— pero no un súbdito. Al huésped se le cobraba una determinada cantidad a cambio del derecho de estancia, pero ese permiso podía ser suspendido (recuerda un poco a los “permisos de residencia” de las actuales leyes de extranjería en muchos de esos mismos países).

Todas las figuras importantes de la historia han cometido errores, como sucedió en este caso, pero ha de quedar claro que no fue un error particular de Isabel la Católica: el judaísmo estaba prohibido desde mucho tiempo atrás en Inglaterra y en Francia, en Nápoles, y prácticamente en toda Europa. De hecho, el claustro de la Universidad de París se reunió para felicitar a los reyes de España por la medida que, al fin, habían tomado.

En aquellos tiempos se entendió esa medida como se entendería hoy una decisión de Estado que, causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estimara digna de ejecutarse por el bien general de todos los demás. Si se pensara ahora en una minoría extranjera escasamente integrada en la nación y con unas fuertes señas de identidad, y se pensara que comprometen la seguridad del Estado, es probable que muchos justificaran la conveniencia de que se adoptaran medidas drásticas. Por ejemplo, exigirles fidelidad a las normas del juego democrático. Y no de modo muy diferente se consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán dentro de cinco siglos nuestras actuales leyes de extranjería, o las expulsiones de inmigrantes ilegales, pero a quien entonces lo juzgue habrá que pedirle que lo haga considerando la mentalidad y situación actuales.

—¿Y qué dices del papel de la reina Isabel en la conquista de América?

Ella es la primera en muchos siglos que reconoce que los habitantes de esas tierras recién incorporadas a la Corona son hombres como los demás, que han sido redimidos por Cristo y que por tanto han de ver reconocidos sus derechos humanos. Sin esta postura de Isabel la Católica difícilmente se habría llegado tiempo después a la Constitución de los Estados Unidos, que repite prácticamente lo que ella dijo, que Dios nos ha hecho a todos libres, iguales y en búsqueda de la felicidad.

Se habla mucho de las atrocidades que se cometieron, y efectivamente hubo muchos errores prácticos, pues los encargados de llevar a cabo la tarea de colonización en muchas ocasiones se dejaron llevar por sus intereses particulares y conculcaron los derechos de los nativos. Pero los principios siempre estuvieron claros, y de hecho, para burlar esa legislación, los grandes propietarios, siglos después, tuvieron que comprar negros ya esclavos en África para poder introducir allí esa servidumbre a la que aspiraban, porque las leyes de Castilla se lo impedían radicalmente: ningún indio podía ser esclavo.

Cada cristiano puede pensar lo que quiera sobre la actuación de Isabel la Católica, puesto que las decisiones personales de su reinado no comprometen a la fe cristiana, pero su actuación se ha utilizado tanto en contra de la Iglesia católica, presentando a la reina como una mujer intolerante —e intolerante precisamente por ser católica—, que conviene destacar algunos testimonios históricos sobre este punto.

Por ejemplo, los Reyes Católicos fueron personas conciliadoras y fáciles para el perdón, como demuestra el hecho de que al término de una guerra civil, fueron capaces de evitar las represalias y pactar con quienes estuvieron sublevados contra ellos, y garantizarles que no iban a sufrir perjuicio ninguno, sino que seguirían desempeñando las funciones sociales y el nivel que hasta entonces ocupaban. Aquello fue un ejemplo de cómo una guerra civil se cierra sin resentimientos, cosa muy difícil, pues lo normal es que se creen odios que permanecen durante mucho tiempo.

Otro ejemplo es cómo la reina acoge y educa a los hijos ilegítimos de la mujer de Enrique IV. Y cómo cuida también de los hijos ilegítimos de su marido, y cómo siente hacia todos ellos una obligación de afecto que va más allá del simple ejercicio de la caridad.

También defendió los derechos de las mujeres. En España no se había producido como en Francia una negativa tan rotunda al reconocimiento de los derechos de las mujeres, pero estos derechos eran más para ser transmitidos a los hijos o a los maridos que para ser ejercidos por ellas mismas. Isabel establece el principio contrario: no hay diferencia en cuanto a la capacidad de gobierno entre hombre y mujer, y así educa a sus hijas, y así procede ella misma también. Esa norma estaría vigente hasta principios del siglo XVIII en que, por razones de progreso ilustrado, se impuso la Ley Sálica.

Con sus errores, que los tuvo, fue una mujer que tuvo presente siempre el juicio de Dios. Una mujer que cuando escribe a su marido gravemente herido después de un atentado le dice: “Acuérdate de que tenemos que rendir cuentas ante Dios, y las cuentas que nos va a pedir a nosotros, los reyes, son mucho más estrechas que las que pide a ninguno de nuestros súbditos”.

Miguel Servet

—¿Y esa otra vieja historia sobre Miguel Servet, que por su descubrimiento de la circulación de la sangre fue quemado en la hoguera?

Para empezar, Miguel Servet no descubrió la circulación de la sangre, sino solo lo que se conoce como la “circulación menor”, es decir, el paso de la sangre de un lado a otro del corazón a través de los pulmones, donde se purifica la sangre en contacto con el aire que se respira.

Curiosamente, además, esa aportación mundial y motivo del lugar preeminente de este médico aragonés en la historia de los grandes descubrimientos, fue intercalada entre los párrafos de un libro de teología titulado “Christianismi restitutio”. Cuando el libro cayó en manos de Calvino, con su Reforma calvinista recién implantada en la ciudad de Ginebra, discrepó abiertamente de aquellas teorías teológicas, hasta el punto de declarar públicamente que si Miguel Servet aparecía por esa ciudad, sería quemado en la hoguera, tal y como se arreglaban por entonces muchas de las diferencias personales o políticas. Miguel Servet hizo caso omiso de la advertencia, se plantó desafiante en la aburrida ciudad y ocurrió lo previsible: terminó en la hoguera y sus cenizas esparcidas al viento. Fue ajusticiado por eso, y no por descubrir la circulación de la sangre. Fue algo terriblemente cruel e injusto, pero ni lo hizo la Iglesia católica ni fue por descubrir la circulación de la sangre.

Transfusiones de sangre

—He leído algunas veces que la Iglesia prohibió y fue contraria durante siglos a las transfusiones de sangre.

Algunos han llegado a decir eso, y cosas peores, pero hasta ahora no he encontrado a nadie que lo acredite con un poco de rigor histórico.

Además, hay que decir que los grupos sanguíneos fueron descubiertos por Karl Landsteiner en 1901, y que hasta entonces la mayoría de los pacientes que recibían transfusiones fallecían rápidamente a causa de la incompatibilidad de los diferentes tipos de sangre. El método de conservación de sangre humana con citrato de sodio, para su uso diferido en transfusiones, fue desarrollado por primera vez en 1914. En el año 1940 se descubrió el Rh, así como la posibilidad de separar plasma sanguíneo y células rojas, con lo que se podía almacenar durante más tiempo y con menores riesgos.

Ese es el motivo por el cual las transfusiones, que muchas veces se hacían con sangre de animales, estuvieron prohibidas en muchos lugares, pero esas prohibiciones estaban decretadas por las autoridades civiles y obedecían a evidentes razones sanitarias. Con el descubrimiento de Landsteiner y los sucesivos avances a lo largo de la primera mitad del siglo XX, las transfusiones se fueron perfeccionando y su práctica se generalizó rápidamente en todo el mundo. La Iglesia católica nunca se ha pronunciado en contra de todo esto.

Escándalos de abusos sexuales

—Y si pensamos en épocas más recientes, ¿qué dices de los escándalos por denuncias de abusos sexuales de sacerdotes, que se dieron sobre todo en Estados Unidos?

Han sido hechos muy tristes y lamentables, que saltaron con gran fuerza a la opinión pública sobre todo a partir del año 2002, y se criticó por ese motivo muy duramente a la Iglesia católica. Aunque casi todos los casos se remontaban a bastantes años atrás y afectaban a un pequeño porcentaje del clero católico, causaron daños muy graves, en primer lugar a las víctimas y después al prestigio del sacerdocio. Se reprochaba también a los obispos haber aplicado medidas insuficientes, sin decidirse a tomar otras más firmes para afrontar el problema, pues se publicaron historias de sacerdotes culpables de abusos a los que el obispo se limitaba a cambiar de encargo pastoral o que eran reintegrados al ministerio tras un tratamiento psicológico que no curaba suficientemente sus desviadas tendencias.

Los medios de comunicación atacaron con insistencia a la Iglesia, pero apenas se prestó atención a las estadísticas generales de abusos a menores en el país. Se puso mucha atención en unas pocas decenas de casos protagonizados por sacerdotes a lo largo de los últimos veinte o treinta años, pero no se mencionaba la enorme cifra de casos en los que el responsable no era un sacerdote, y no se puede obviar que, por ejemplo, solamente en ese año hubo más de cien mil casos de abusos sexuales a menores en los Estados Unidos.

Es evidente que el abuso sexual a un menor por parte de un sacerdote es una falta gravísima y que debe hacerse todo lo posible por evitarlo. Y está claro que hay que tomar medidas drásticas cuando se produzcan, como se hizo entonces y fue un ejemplo de capacidad de reacción ante un triste y doloroso problema. Pero es fundamental defender a la inmensa mayoría de sacerdotes de conducta ejemplar que trabajan cada día en sus comunidades y parroquias, y que atienden abnegadamente a su feligresía. La forma en la que se expusieron los hechos, datos y situaciones por parte de la mayoría de los medios de comunicación no solo enturbiaba y afrentaba a la Iglesia católica, sino que ensombrecía e infamaba a todos los sacerdotes que dedican esmeradamente sus vidas en servicio de los demás, que ejercen su ministerio con honestidad y coherencia, muchas veces con caridad heroica.

Este escándalo hizo también que surgieran de nuevo voces pidiendo la abolición del celibato sacerdotal, al que se culpaba de esos problemas. La protesta pasaba por alto que esos tristes casos eran proporcionalmente menos frecuentes en el clero católico que en el clero casado protestante y en otras profesiones de atención a menores. Las dimensiones, los tiempos y el contexto histórico fueron sistemáticamente alterados o silenciados. Casi nadie dijo, por ejemplo, que en los Estados Unidos eran cinco veces más los casos imputados a pastores casados de comunidades protestantes, o que en el mismo periodo en que en ese país fueron condenados cien sacerdotes católicos, fueron cinco mil los profesores de gimnasia y entrenadores deportivos que sufrieron idéntica condena. Y tampoco nadie recordó que el ámbito más habitual de los abusos sexuales a menores es precisamente en la familia, donde suceden dos tercios del total de los casos conocidos.

Lo que esta crisis llevó a abordar a fondo es una cuestión bastante debatida en años anteriores en algunos sectores de la jerarquía católica norteamericana un tanto “disidentes” respecto a la doctrina católica oficial. Se trata de la selección de los candidatos al sacerdocio. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los casos ocurridos no habían sido de pederastia (trastorno psicológico por el que un adulto abusa sexualmente de un niño impúber), sino de abusos a chicos de más edad, protagonizados por una pequeñísima minoría de sacerdotes homosexuales activos que abusaron de adolescentes aprovechándose de su autoridad y de su condición de sacerdotes. El hecho de que casi todas las acusaciones se refirieran a abusos cometidos con chicos, no con chicas, indica que los sacerdotes acusados eran sobre todo personas con tendencias homosexuales. Era por tanto un problema que apuntaba claramente hacia la selección de candidatos al sacerdocio y hacia las deficiencias en su formación en algunos seminarios de Estados Unidos. Un grave error al que se vio necesario poner remedio.

Todo aquel sensacionalismo en torno a esas tristes noticias es un ejemplo de lo que el arzobispo de New York, Timothy M. Dolan, denominaba “indignación selectiva”. Por ejemplo, en octubre de 2009 se hicieron públicos en el New York Times cuarenta casos de abusos sexuales de niños en una pequeña comunidad judía de Brooklyn, solo en el último año. La actitud del diario ante ese caso fue infinitamente más benévola que la mantenida contra la Iglesia católica a raíz de casos similares en años anteriores. No exigió lo que pedía a grandes voces cuando hubo el mismo tipo de abusos por parte de una pequeña minoría de sacerdotes católicos: la publicación de los nombres de los abusadores, expulsión inmediata, investigaciones externas, apertura de todos los archivos, transparencia total. Algo parecido sucedió en 2004, cuando la profesora Carol Shakeshaft documentó el enorme problema de abusos sexuales de menores en las escuelas públicas norteamericanas. O en 2007, cuando la Associated Press publicó otros nuevos informes después de una larga investigación sobre numerosos casos de abusos sexuales por parte de profesores de centros públicos. Como se ve, en unos casos esos medios de comunicación apenas prestan atención, y en cambio, cuando se trata de la Iglesia católica, se destapa la caja de los truenos con un furibundo anticatolicismo que da mucho que pensar.

Como ha señalado Juan Manuel de Prada, a nadie se le escapa que nuestra época padece con la pederastia una plaga de magnitud creciente. No hay semana en que no leamos en la prensa que se ha desarticulado una red de pornografía infantil; no hay semana en que no sepamos de niños que han sufrido abusos perpetrados por adultos sin escrúpulos, con frecuencia familiares suyos. Y, mientras la plaga arrecia, descubrimos que también ha alcanzado a unos pocos sacerdotes católicos: por ejemplo, en Alemania, de las 200.000 denuncias de abusos infantiles realizadas desde 1995 a 2010, solo 94 afectan a ministros de la Iglesia católica. De lo cual habría de deducirse, en estricta lógica, que las personas célibes incurren mucho menos en ese aberrante crimen, y que, si lo hacen, no es por ser célibes sino porque padecen una abominable perversión sexual. Los escasos sacerdotes que abusan de niños no lo hacen porque su sexualidad esté reprimida por el celibato, como desquiciadamente pretenden los promotores de esa campaña feroz contra la Iglesia, sino porque su sexualidad está desviada. En la misma dirección, por cierto, que nuestra época aplaude y estimula y promueve, aunque luego se rasgue farisaicamente las vestiduras cuando tal desviación se ensaña con la infancia.

Quienes promueven esas campañas denigratorias, no dicen que haya unos pocos curas pederastas que denigran su ministerio, entre tantos miles de curas que cada día lo dignifican y exaltan, sino que insisten en que los curas son pederastas. Cuando se trata de envilecer a la Iglesia, de nada sirve que por cada cura pederasta haya mil curas que alivian la miseria de millones de niños, que alumbran el porvenir de millones de niños, que desveladamente trabajan por salvar su infancia desvalida. De nada sirve que el Papa exprese su pesar ante conductas tan abominables como aisladas, que grite a los culpables que responderán ante Dios y ante los tribunales de justicia, que clame diciendo que han traicionado la confianza depositada en ellos por jóvenes inocentes y por sus padres, que les recuerde que han hecho un daño inmenso a las víctimas, a la imagen de la Iglesia y a la percepción pública del sacerdocio y la vida religiosa. De nada sirve que haya mostrado su disposición a limpiar la suciedad que pretende refugiarse dentro de la Iglesia, aplicando soluciones dolorosísimas ante las que jamás le ha temblado el pulso. De nada sirve que haya extremado su celo y reclamado a los obispos que extremen el suyo, vigilando la conducta de sus sacerdotes y seminaristas. A todos esos difamadores solo les interesa desacreditar a los sacerdotes, y saben que cuentan con una clientela crédula que, por cerrazón de su inteligencia o suciedad de su corazón, está dispuesta a tragarse todas esas mentiras.

¿No hacer nada para no equivocarse?

—Hay gente que piensa que la Iglesia debería recortar su actuación, para evitar el peligro de cometer todos esos errores reales o supuestos que ha habido a lo largo de la historia.

Es bastante fácil atacar a la Iglesia, y burlarse de las páginas más difíciles de su historia. No intento en estas líneas justificar los errores que realmente hayan cometido muchos cristianos a lo largo de los siglos. Pero a veces pienso que si a esas personas les parece que la Iglesia tiene las manos sucias, habría que decirles que quizá ellos no tienen las manos sucias porque no tienen manos o porque no las utilizan.

La Iglesia procura realizar su tarea, y vive inmersa en una sociedad cambiante que se desarrolla a su vez en una época determinada, y trata de insertar en ella la levadura sobrenatural del Evangelio. La grandeza de la Iglesia está en afrontar las variaciones del hombre en el transcurso de los siglos y tratar de introducir en su vida lo sobrenatural. Si para evitar el riesgo de contaminar su pureza, la Iglesia renunciara a intentar hacerse presente en la sociedad de cada momento, se quedaría en un simple y curioso empeño abstracto.

Hay mucho purista que se escandaliza de las actuaciones de la Iglesia o de los católicos, pero que no aporta ninguna solución a todos esos problemas que a cualquier persona debieran interpelar seriamente. Propugnan una seguridad en las actuaciones, un no asumir riesgos de ningún tipo, que no lleva a otra paz que la del cementerio. La Iglesia afronta con serenidad todos esos sarcasmos, porque desea cumplir su misión entre los hombres. Sabe que roza sin cesar el peligro de empañar la pureza de su mensaje, al menos según las apariencias, al tratar de encarnarlo en una historia que a veces se vuelve contra ella, contra quien quiere salvarla. La Iglesia prefiere ese riesgo a un estéril replegamiento sobre sí misma. Lo prefiere, y afronta ese riesgo desde hace veinte siglos porque, en su amor al hombre, acude a los puntos de más necesidad, más amenazados.

Siempre habrá personas que se obstinen en no ver en el cristianismo otra cosa que las deformaciones de las que ha sido objeto a lo largo de la historia. Siempre habrá quien relacione la fe cristiana con el oscurantismo, con la "sombría Edad Media", con la intolerancia, con la presión sobre las conciencias, con el subdesarrollo intelectual, con el retraso y la falta de libertad. Es una imagen que se ha creado unas veces con mala intención, y otras simplemente por desconocimiento, y que quizá procede de esa vieja idea ilustrada por la que tantos pensaban que el racionalismo ateo había obtenido un gran triunfo sobre la fe.

La historia de la Iglesia es una serie siempre repetida de intentos de construir el reino de Dios en la tierra, con sus correspondientes aciertos y sus correspondientes errores. Esto último no es nada sorprendente, ni es algo que Jesucristo no previera. La parábola de la cizaña sembrada entre el trigo muestra con claridad que Él lo sabía y que esto está de acuerdo con el plan de Dios.

La vida de la Iglesia en la historia, así como la vida del cristiano individual —afirma Thomas Merton—, es un acto constantemente repetido que empieza siempre de nuevo, una historia de buenas intenciones que acaba en éxitos y en equivocaciones; de errores y defectos que han de ser corregidos, de lecciones que se aprenden mal y deben aprenderse una y otra vez. Ha habido vacilaciones y falsos comienzos en la historia cristiana. Ha habido incluso errores graves, pero la Iglesia no ha perdido nunca su camino.

 

21. ¿UNA INSTITUCIÓN OPRESIVA Y ANTICUADA?

Falta de pluralismo

—Algunos afirman que en la Iglesia hay poco pluralismo, porque se quita de sus puestos a quienes manifiestan honrada y sinceramente su disconformidad con la doctrina oficial.

No dudo que las personas que han sido sancionadas por ese motivo hayan llegado de forma sincera a esas opiniones que se apartan del Magisterio de la Iglesia. Y tampoco dudo que las defiendan con honradez. Lo que parece poco honrado es que quieran continuar enseñando esas opiniones no católicas en las iglesias, aulas o catequesis de la Iglesia católica.

Un hombre que se ganara la vida como representante de una empresa, una fundación, un partido político, un sindicato, o cualquier otra organización, puede honradamente cambiar de opinión y hacerse sinceramente seguidor de otra empresa, partido o sindicato, y pasar entonces a defender rectamente otras ideas. Lo que no sería nada honrado ni recto es que quisiera seguir como representante de uno apoyando la política de otro (y además cobrando su sueldo de aquel a quien ataca). Cuando la Iglesia católica retira a alguien el permiso para enseñar en su nombre no hace más que aplicar el sentido común.

—Pero la Iglesia podría ser más sensible a las propuestas de cambio que hacen algunos, incluso desde dentro de la Iglesia...

Me parece que la Iglesia es una institución en la que hay una gran pluralidad de opiniones, y en la que se puede hablar con bastante más libertad que en la mayoría de las instituciones de nuestro tiempo. Pero la Iglesia predica el cristianismo como cree que es, como lo ha recibido de Jesucristo, no como le gustaría que fuera a un colectivo pequeño o grande de una época o de otra.

La Iglesia está vinculada a una herencia que ha recibido, de manera semejante, por poner un ejemplo, a como puede estar vinculado un científico a los resultados de su experimentación. No dice lo que le gusta, sino lo que es. Todo hombre está sometido a la verdad: a la verdad que gusta más, y también a la que gusta menos. Cuando un científico obtiene unos datos experimentales que no concuerdan con una teoría científica admitida en ese momento, eso le obliga a hacer nuevas consideraciones y le encamina hacia nuevos conocimientos. Y la ciencia progresa gracias precisamente a que los científicos no rehúyen ni esconden los fenómenos molestos para sus teorías, sino que sacan a la luz esos datos y siguen investigando hasta dar con una solución, se tarde el tiempo que se tarde. De modo semejante, y salvando las distancias, el conocimiento cristiano progresa en gran parte gracias al desafío que entrañan algunas verdades cristianas que quizá nos cuesta más comprender o aceptar. Pero un cristianismo que recurriera a modificar la fe cada vez que le pareciera difícil de entender o de vivir, sería como el científico poco honrado que retoca los datos del laboratorio para ajustar la realidad a su realidad.

¿Son necesarios los dogmas?

—¿Y es necesario que la Iglesia tenga dogmas, y una autoridad y un Magisterio? ¿No bastaría que cada uno procurara vivir lo que dijo Jesucristo y lo que viene recogido en la Biblia?

Lo que dices es la tesis protestante de la “sola Scriptura”. Sin embargo, si se trata de vivir lo que dice la Sagrada Escritura, convendría tener presente que en ella se dice con claridad que Jesucristo fundó la Iglesia (por ejemplo, en Mt 16, 16-19; Mt 18, 18; etc.). Y puestos a dar también algunas razones de orden práctico, cabe añadir que desde los tiempos de Lutero hasta ahora han surgido ya más de veinticinco mil diferentes denominaciones protestantes, y que en la actualidad nacen cinco nuevas cada semana, en un proceso progresivo de desconcierto y atomización. Por eso ha escrito Scott Hahn que una Sagrada Escritura sin Iglesia sería algo parecido a lo que habría supuesto que los fundadores del Estado norteamericano que promulgaron la Constitución se hubieran limitado a añadir una genérica recomendación diciendo “que el espíritu de George Washington guíe a cada ciudadano”, pero sin prever un gobierno, un congreso y un sistema judicial, necesarios para aplicar e interpretar la Constitución. Y si hacer eso es imprescindible para gobernar un país, también lo es para gobernar una Iglesia que abarca el mundo entero. Por eso es bastante lógico que Jesucristo nos haya dejado su Iglesia, dotada de una jerarquía, con el Papa, los obispos, los Concilios, etc., todo ello necesario para aplicar e interpretar la escritura.

El prestigio de la Iglesia

—¿Y qué opinas del prestigio de la Iglesia católica?

La situación de la Iglesia católica en el comienzo de este tercer milenio reviste un extraordinario interés. Como ha escrito José Orlandis, nunca en la historia había sido la Iglesia tan universal como ahora, por la diversidad nacional y étnica de sus fieles; nunca el Papa había gozado de un prestigio moral tan alto, no solo entre sus fieles, sino también entre hombres del mundo entero, que le consideran como la más alta autoridad espiritual.

Se trata de un fenómeno sin precedentes, pues los grandes Papas medievales tenían como marco una cristiandad europea, espiritualmente compacta pero de dimensiones bastante más reducidas. La Iglesia católica aparece hoy con una inequívoca personalidad internacional, con mil millones de fieles, con más de ciento veinte mil instituciones asistenciales y con unas escuelas en las cuales se forman cincuenta millones de estudiantes. Aparece, además, firme y coherente en sus enseñanzas en cuestiones doctrinales y morales, en contraste con la inestabilidad y las ambigüedades de muchas confesiones religiosas, que presentan a menudo la apariencia de naves desarboladas, a merced del oleaje de las modas o de los antojos de sus bases, ansiosas de acomodarse a las preferencias de la opinión pública.

Superar viejos estereotipos

—Hay personas que sienten la necesidad de llenar su vida con algo espiritual, pero rechazan la posibilidad de acercarse a la Iglesia porque consideran que es un montaje opresivo y anticuado.

En bastantes ocasiones, todas esas prevenciones contra la Iglesia se desvanecen cuando se llega a conocerla más de cerca. Cuando se ha estado lejos mucho tiempo, es fácil haber asumido estereotipos que luego se demuestran falsos o inexactos en cuanto se hace el esfuerzo de acercarse y observar las cosas por uno mismo y de primera mano.

Se ve entonces que la realidad tiene unos tonos distintos. Que en la Iglesia hay bastante más libertad de lo que pensaban. Que hay muchos sacerdotes ejemplares, inteligentes, cultos y que hablan con brillantez. Que la liturgia tiene mayor fuerza y atractivo de lo que creían. Que hay ciertamente un conjunto de normas morales bastante exigentes, pero que son precisamente la mejor garantía que tiene el hombre para alcanzar su felicidad y la de todos. Es más, el hecho de que, pese a la permisividad actual, la Iglesia se niegue a bajar el listón ético y no ceda a las presiones de unos y otros, es un extraordinario motivo de admiración y de atractivo. La Iglesia no quiere ni puede hacer rebajas de fin de temporada en asuntos de moral para así atraer a las masas, sino que continúa presentando el genuino mensaje del Evangelio. Las rebajas y los sucedáneos cansan enseguida, y la historia está llena de cadáveres que cedieron a la acomodación a los errores del momento y no consiguieron nada.

Cuando se conoce de verdad la Iglesia se desenmascaran muchas falsas imágenes. Se descubre entonces que la moral cristiana no es un conjunto de prohibiciones y obligaciones, sino que lleva a un gran ideal de excelencia personal. Un ideal que no consiste solo en prohibir tal o cual cosa, sino que sobre todo alienta de modo positivo a hacer muchas cosas. Ser católico practicante no es cumplir el precepto dominical, sino algo mucho más profundo y más grande. La fe pone al cristiano frente a sus responsabilidades ante sí mismo, su familia, su trabajo, ante la tarea de construir un mundo mejor. El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni les lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, por el contrario, les impone como un deber el hacerlo. Es cierto que hay malos ejemplos, como cualquiera podría encontrarlos en tu vida o en la mía. Donde hay hombres hay errores. Si en la Iglesia no pudiera haber hombres con defectos, nadie tendría cabida en ella. No es que nos gusten esos errores, que hemos de procurar corregir, pero lo primero que debemos considerar es que la Iglesia está formada por personas como tú y como yo. Bueno, quizá un poco mejores.

  

22. ¿UNA ANTIGUA DESCONFIANZA HACIA LA MUJER?

¿Inferioridad de la mujer?

—Muchos piensan que, aunque hayan mejorado bastante las cosas en los últimos tiempos, quedan en la Iglesia rastros de una antigua desconfianza hacia la mujer. Incluso he oído decir que la Iglesia tardó algunos siglos en reconocer que las mujeres tuvieran alma.

Desde luego, lo de la ausencia de alma en la mujer nunca lo pensó la Iglesia católica, y esto lo desmiente con rotundidad la historia: las santas y las mártires fueron veneradas desde los primeros siglos del cristianismo, y su glorificación brilla en todos los templos cristianos de la antigüedad, y siempre hubo tanto mujeres como hombres en el catálogo romano de canonizaciones.

Además, la Iglesia católica, como es sabido, venera desde los primerísimos tiempos a una mujer, la Virgen María, como madre de Dios y la más perfecta de las criaturas. Todo ello, como comprenderás, es poco compatible con semejante leyenda.

—¿Y no es cierto al menos que la Iglesia admitió que la mujer era inferior al hombre porque, según el relato del Génesis, fue creada después que él?

Hubo algunos pensadores cristianos lo bastante ridículos como para pretender que la mujer era un ser inferior, haciendo una interpretación realmente sorprendente de ese relato del Génesis. Pero su doctrina fue condenada por la Iglesia. Ya dijo Aristóteles que no había en el mundo idea absurda que no tuviera al menos algún filósofo para sostenerla; y se ve que eso puede extenderse a las muchas afirmaciones absurdas que se han hecho en torno a la teología católica a lo largo de los siglos. Hay que pensar que durante los primeros siglos del cristianismo, los concilios dedicaron mucho tiempo y esfuerzo a condenar errores. Uno de ellos fue este. Pero no pueden imputarse a la Iglesia las aberraciones que se vio obligada a denunciar y condenar. Como decía André Frossard, eso sería como responsabilizar al Ministro de Justicia de todas las faltas que castiga el Código Penal.

—Pero San Pablo, por ejemplo, manda en una de sus epístolas que las mujeres se mantengan calladas en las asambleas.

Y con ello demuestra que ellas participaban en esas asambleas, algo absolutamente inimaginable durante muchísimos siglos en nuestras modernas y avanzadas asambleas parlamentarias occidentales.

Porque un sencillo análisis de la historia permite ver que la discriminación de la mujer ha sido un fenómeno muy extendido a lo largo de los siglos. Eso es algo lamentable, pero no es justo achacarlo a la Iglesia.

Por poner un ejemplo bien ilustrativo, el acceso general de la mujer al voto en las elecciones democráticas civiles de nuestras modernas sociedades occidentales comenzó con Finlandia en 1906, y no llegó a Estados Unidos hasta 1920, a Gran Bretaña hasta 1928 y a España hasta 1931. Otros países de nuestro entorno no alcanzaron el pleno derecho de sufragio femenino hasta mucho después: Francia en 1944, Italia en 1945, Bélgica en 1948, Andorra en 1970 y Suiza en 1971. Se ha discriminado mucho a la mujer en la historia de la democracia, pero la culpa no es de la democracia, sino de la visión de la mujer que ha tenido la sociedad.

Para ser justo, hay que integrar ese comentario de San Pablo en la mentalidad imperante en aquellos tiempos. A nadie de esa época, fuera judío o romano, se le habría pasado por la cabeza dar a las mujeres tanto protagonismo como tienen en el Nuevo Testamento, totalmente impensable por aquel entonces (de hecho, fue durante mucho tiempo objeto de crítica por parte de muchos autores no cristianos). Sería más justo decir, en todo caso, que las fuertes exigencias de la moral cristiana contribuyeron a amortiguar aquella lamentable situación.

¿Por qué las mujeres no pueden ordenarse?

—Pero, ¿y lo del sacerdocio femenino?

Nos salimos un poco del objeto de este libro, porque se trata ya de un problema teológico, y no de una cuestión de razonabilidad de la fe. De todas formas, puedo decirte que la Iglesia católica afirma que hay un sacerdocio común de todos los fieles —varones y mujeres—; y que el sacerdocio ministerial corresponde solo a los varones, entre otras razones, porque no considera la Santa Misa una simple evocación simbólica o conmemorativa, sino la renovación incruenta del sacrificio de la Cruz; y como Jesucristo era un varón, y el sacerdote en la Santa Misa presta su cuerpo a Cristo, lo propio es que el sacerdote sea un varón.

—Entonces, ¿las mujeres no tienen ese derecho?

El sacerdocio no es un derecho, sino una llamada. Jesucristo llamó a los que quiso, y no puede pasarse por alto el hecho de que no eligió entre los doce apóstoles a ninguna mujer. Y es evidente que podía haberlo hecho con facilidad, pues a su lado iban siempre algunas mujeres (que le seguirían hasta la cruz, donde, por cierto, todos los apóstoles menos uno le abandonaron), y no habría extrañado en aquellos tiempos, en los que sí había sacerdotisas.

¿Por qué Jesucristo no eligió a ninguna? No es fácil saberlo. El caso es que tampoco lo hicieron los apóstoles al designar a sus sucesores, y desde los primeros tiempos la Iglesia ha seguido así —sin que esto suponga ningún menoscabo para la mujer— por fidelidad a la voluntad fundacional de Jesucristo.

Por otra parte, no se requiere ser sacerdote para alcanzar la santidad, ni debe considerarse la ordenación como un premio del que se ha privado a las mujeres. Se trata más bien de un servicio que corresponde a los varones. Por ejemplo, la misma Virgen María, asociada más que nadie al misterio de Jesucristo, no fue llamada al sacerdocio.

La Iglesia reconoce la igualdad de derechos del varón y de la mujer en la Iglesia, pero esa igualdad de derechos no implica identidad de funciones. A su vez, esa diferencia de funciones no concede un valor superior al varón sobre la mujer, pues los más grandes en la Iglesia no son los sacerdotes sino los santos.

—Pero las mujeres no tendrán poder en la Iglesia…

Si contemplamos la Iglesia desde la perspectiva del poder, efectivamente el que no ostente cargos estaría oprimido. Pero ese planteamiento destruiría la Iglesia, y daría una visión falsa de su naturaleza, como si el poder fuera su fin último. En la Iglesia no estamos para asociarnos y ejercer un poder. Pertenecemos a la Iglesia porque nos da la vida eterna, todo lo demás es secundario.

El papel de la mujer

—De todas formas, no parece todo esto muy feminista por parte de la Iglesia...

El Papa y los obispos no pueden cambiar el comportamiento de Jesucristo. Reconocen y promueven el papel de la mujer, y han recomendado que participen las mujeres en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultas y en la elaboración de las decisiones, en los Consejos y Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares.

«Precisamente porque soy profundamente feminista —decía la escritora Régine Pernoud—, la ordenación de mujeres me parece contraria a los intereses mismos de las mujeres. Se trata de algo que entraña el peligro de confirmar a las mujeres la creencia de que para ellas la promoción consiste en hacer todo lo que hacen los varones, como si su progreso fuera actuar exactamente como ellos.

»Que el hombre y la mujer tienen igualdad de derechos, nos lo ha enseñado el Evangelio. Los mismos apóstoles se quedan perplejos cuando Cristo anuncia la absoluta reciprocidad de deberes entre el marido y la mujer: tan evidente era que eso iba en contra de la mentalidad de la época.

»Esto hace más significativa la decisión de Cristo de escoger, entre los hombres y mujeres que le rodeaban, doce hombres que habían de recibir la consagración eucarística durante la Última Cena en el cenáculo de Jerusalén. Observemos que, en esa misma sala, las mujeres se encuentran mezcladas con los hombres para recibir la irrupción del Espíritu Santo en Pentecostés. Más que reivindicar el ministerio sacerdotal para las mujeres, ¿no habría más bien que recordar que lo que Cristo pidió a las mujeres es que fueran portadoras de la salvación?

»En el inicio del Evangelio está el sí de una mujer; en el final, otras mujeres se apresuran a ir a despertar a los apóstoles para comunicarles la noticia de la Resurrección; las mujeres son invitadas a transmitir la palabra: hay místicas, teólogas, doctoras de la Iglesia. En casi toda Europa la conversión de un pueblo comenzó por la acción de una mujer: Clotilde en Francia, Berta en Inglaterra, Olga en Rusia, por no hablar de Teodosia en España y Teodelinda en Lombardía. Pero el servicio sacerdotal se pide a los varones.

»Hoy se ve a muchas mujeres asumir las más amplias tareas de enseñanza religiosa o teológica. La desconfianza de la sociedad civil hacia la mujer, manifiesta en el mundo clásico, comenzó a disiparse muy recientemente. Lo deseable, al comienzo de este tercer milenio, es que se establezca el esperado equilibrio sin ninguna confusión.»

 

23. LA AUTORIDAD DE LA IGLESIA

Un problema de diccionario

—Hay católicos que se preguntan qué autoridad tiene la Iglesia para definir qué exige exactamente la moral católica. Dicen que ellos tienen una forma propia de entender lo que significa ser católico, y que no tiene por qué coincidir con lo que digan en Roma.

Si alguien dice que la Iglesia católica no puede definir en qué consiste la fe o la moral católicas, lo siento, pero no podríamos llamar católico a quien mantenga eso. Quizá una especie de nostalgia personal esté llevando a esa persona a querer mantener tal título de católico, pero —como decía Christopher Derrick— se lo hemos de quitar con la mayor gentileza y caridad, y no porque lo diga el Papa, sino porque lo dice el diccionario.

La religión católica es algo bastante concreto. Se distingue básicamente de los luteranos, ortodoxos o anglicanos, entre otras cosas, en que sigue las enseñanzas de la sede apostólica romana. Por eso, si se quiere hablar con precisión, parece que esas personas quieren llamarse católicas sin serlo realmente.

—Me temo que, ante ese planteamiento, muchos responderán que entonces no son católicos, porque ellos interpretan la Sagrada Escritura de otra manera y consideran que la Iglesia es un invento de hombres.

Es quizá la única salida que les queda, pero conduce a algunas contradicciones. Por ejemplo, ya que hablan de remitirse a la Sagrada Escritura, habría que decirles que allí se lee bastante claro, y en pasajes diversos, que Jesucristo “instituyó la Iglesia”, que puso a Pedro como cabeza, y que le dio “las llaves del Reino de los Cielos”. Y consta también que confió a los apóstoles una misión de enseñanza y tutela de la doctrina: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Al tiempo que les aseguraba que no les dejaría solos —“He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”—, sino que garantizaría el acierto de sus enseñanzas: “Todo lo que atares en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desatares quedará desatado en los cielos”. Y les dio también poder para perdonar los pecados: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Etcétera.

Como ves, los textos son abundantes y, por otra parte, su autenticidad está notablemente contrastada. Si esas personas dicen aceptar el Evangelio como de Dios, les resultará francamente difícil negar que Jesucristo instituyó la Iglesia, le dio poder para enseñar con autoridad su doctrina, aseguró que estaría siempre a su lado, y que todo lo que atara en la tierra quedaría atado en el cielo. Lo menos que puede deducirse de tales frases es que Jesucristo preservaría a su Iglesia del error en las cuestiones en que, comprometiendo su autoridad, se pronunciara de forma solemne.

Peligrosas simplificaciones

—Pues me temo que entonces dirán que no hay que tomarse los Evangelios en un sentido tan literal. Que se trata simplemente de entender su mensaje de amor y de paz...

Así es como muchos llegan a reducir los Evangelios a unos simples libros moralizantes de gran interés, a una especie de “Iniciación a la vida dichosa”. Lo cual me parece muy respetable, lógicamente, porque cada cual es libre de pensar lo que quiera, pero sería reducir la figura de Jesucristo a un simple pensador antiguo con una filosofía más o menos atractiva y que lanzó unos mensajes muy interesantes. Pero eso no sería ya propiamente una religión, sino mostrar una cierta predilección por un pensador de la antigüedad.

La Sagrada Escritura —explicaba Joseph Ratzinger en 1998— es portadora del pensamiento de Dios, pero viene mediada por una historia humana, encierra el pensar y el vivir de una comunidad histórica. La Escritura no está aislada, ni es solamente un libro. Sin la Iglesia, le faltaría la contemporaneidad con nosotros, quedaría reducida a simple literatura que es interpretada, como se puede interpretar cualquier obra literaria. El Magisterio de la Iglesia no añade una segunda autoridad a la de la Escritura, sino que pertenece desde dentro a ella misma. No reduce la autoridad de la Escritura, sino que vela para garantizar que la Escritura no sea manipulada.

—Pero esa autoridad eclesiástica podría también llegar a ser arbitraria.

Así podría suceder, si el Espíritu Santo no iluminase y guardase a la Iglesia. Pero ese velar del Espíritu Santo sobre la Iglesia es una realidad que el propio Jesucristo anuncia en la Escritura.

¿Intransigencia?

—Otras personas dicen que el dogma excluye el debate y el pluralismo de opiniones, indispensable para el sano crecimiento de cualquier pensamiento religioso. Piensan que la Iglesia debería ser menos intransigente y más liberal, para adaptarse a las diferentes culturas y a la evidente diversidad que hay en el mundo.

Además de los dogmas, hay dentro de la teología católica una multitud de puntos sometidos a debate, con una pluralidad de opiniones enormemente rica y diversa. Cualquiera que lo observe con un poco de perspectiva, podrá darse cuenta de que siempre ha habido, y continuará habiendo, una gran variedad en las cuestiones que requieren una adaptación a lo cambiante de los tiempos o lugares. Son cuestiones sometidas habitualmente a un amplio debate, tanto interno como externo, que la Iglesia no rehúye.

Por otra parte, los dogmas —como señala André Frossard— no imponen a la inteligencia unos límites que le estaría prohibido franquear, sino que, más bien, esos dogmas empujan a la inteligencia más allá de las fronteras de lo visible. No son muros, sino más bien ventanas para nuestra limitación intelectual. Son ayudas divinas para poder llegar a verdades a las que la inteligencia, por su limitación (qué le vamos a hacer), no siempre tendría fácil acceso. La Iglesia presenta tan solo un pequeño conjunto de verdades de fe, pero difícilmente puede imaginarse una iglesia sin verdades de fe.

El católico —explica Christopher Derrick— tiene en su fe en los dogmas una piedra de toque de la verdad. Gracias a ella, puede comparar cualquier afirmación teológica con todo lo que ha venido diciendo sobre eso el Magisterio de la Iglesia durante dos mil años; y si hay un choque violento, su fe le dice que esa teoría será con el tiempo uno de los numerosos caminos cegados o calles sin salida que jalonan la historia del pensamiento.

La postura de la Iglesia católica respecto a los dogmas es sencilla y coherente:

§  Las verdades de fe nos adentran en un orden de realidades al que nunca habríamos llegado con nuestras solas fuerzas intelectuales.

§  Esas verdades de fe no quedan cerradas al pensamiento ni a la racionalidad, ni pretenden agotar las posibilidades de conocimiento que tiene el hombre.

§  La Iglesia se limita a custodiar esas verdades, porque asegura que las ha revelado el mismo Dios.

§  El hombre es libre de prestar o no su asentimiento a esos dogmas, pero debe hacerlo si quiere llamarse católico legítimamente.

A eso se reduce la intransigencia que algunos achacan a la Iglesia católica, y que no es otra cosa que una serena y prudente defensa del depósito de la fe, bien alejada de cualquier intemperancia o fanatismo. Lo único que reclama la Iglesia es libertad para expresar pública y libremente a los hombres la luz que su mensaje arroja sobre la realidad y sobre la vida.

 

24. ¿SON NECESARIOS LOS DOGMAS?

¿No es la Iglesia demasiado dogmática?

—Pero proponer dogmas..., ¿no supone caer irremisiblemente en actitudes dogmáticas?

Hay una gran diferencia entre ser un dogmático y creer firmemente en algo. Las actitudes dogmáticas nacen de "imponer" dogmas, no de "proponerlos". Y la Iglesia se dirige al hombre en el más pleno respeto de su libertad. La Iglesia propone, no impone nada.

Creer es una consecuencia de la natural búsqueda de la verdad en la que todo hombre debía estar empeñado. Por el contrario, ser dogmático —caricatura del respeto a los dogmas— es lo que ha llevado a algunos hombres a caer en diversos fanatismos a lo largo de la historia, en los que con gran frecuencia se ha utilizado la fe como pretexto, cuando en realidad los motivos de fondo eran muy distintos. Pero sería injusto cargar a los dogmas la responsabilidad de acciones o actitudes de las que los únicos culpables son unos hombres que los malentendieron o manipularon.

—Pero hay cierto descontento en algunos ambientes con respecto a esta posición de la Iglesia, que consideran demasiado firme, incluso un poco radical.

Me parece que ese descontento se reduce a ámbitos bastante limitados. Casi todo el mundo entiende que la Iglesia ha de seguir un derecho y mantener un mínimo de disciplina. Una iglesia cuya fe se constituyera como simple equilibrio o agregación de las opiniones de sus miembros, no sería propiamente una iglesia sino un simple lugar de coincidencia de algunas preferencias particulares, una mera asociación privada.

Es cierto que en la Iglesia hay una unidad clara y firme. Pero se trata de una unidad que no excluye el pluralismo, no nos hace caminar marcando el paso. Una unidad compatible con una gran diversidad, capaz de expresarse a través de muchas lenguas, pueblos y naciones, y capaz de incorporar las legítimas tradiciones de muchos lugares. La Iglesia católica siempre ha tenido presente la diversidad propia de la cultura humana.

Por poner un ejemplo, el prólogo del Catecismo de la Iglesia católica advierte de la necesidad de adaptar su doctrina, en cada lugar, a diversas exigencias ineludibles, entre las que incluye aquellas que dimanan de las diferentes culturas. Y aunque la adaptación a las culturas exige a veces rupturas con hábitos o enfoques incompatibles con la fe católica —puesto que la Iglesia está en la historia pero al mismo tiempo la trasciende—, subraya siempre los valores positivos de toda construcción cultural.

¿Intolerancia en la Iglesia?

—¿Y no es intolerancia por parte de la Iglesia condenar acciones o actitudes que en algunos casos están socialmente aceptadas, sin atender a las opiniones de quienes las defienden?

Afortunadamente, ser tolerante no es compartir en todo la opinión de los demás. Ni dejar de mantener las propias convicciones porque estén poco de moda. De hecho, ambas cosas serían una buena forma de acabar pronto sin ninguna idea propia dentro de la cabeza.

Ser tolerante es reconocer y respetar a los demás su derecho a pensar de otro modo. Y la Iglesia lo hace.

Por otra parte, la tolerancia y el respeto al legítimo pluralismo, nada tienen que ver con una especie de relativismo que sostuviera que no existe nada que se considere intrínsecamente bueno o universalmente vinculante. Si no hubiera cosas que están claramente mal y que no deben tolerarse, nadie podría, por ejemplo, recriminar legítimamente a Hitler el genocidio judío.

No hay que olvidar que ese genocidio se perpetró dentro de los amplios márgenes de la "justicia" y la "ley" nazis, establecidas a partir de unas elecciones democráticas que se realizaron de forma correcta. El problema es que si no hay referencia a una verdad objetiva, los criterios morales carecen de una base sólida, y tarde o temprano la verdad acaba quedando en manos del poder, y la sociedad a merced de quienes pueden imponer sus opiniones a los demás. Si faltan referencias permanentes, basta una serie de intervenciones en los principales medios de comunicación para producir la impresión de que el sentir popular reclama una cosa u otra, y que todos han de adaptarse a eso.

Por otra parte, y como ha señalado Giacomo Biffi, a quienes piensan que la Iglesia es poco tolerante habría quizá que recordarles que la realidad histórica de la intolerancia, manifestada trágicamente como la matanza en masa de inocentes, se potencia precisamente con la irrupción política de la razón separada de la fe, a la llegada de la Ilustración. El principio de que es lícito suprimir colectivos enteros de personas por el solo hecho de ser consideradas un obstáculo para la imposición de determinada ideología, fue aplicado por primera vez en la historia en 1793, con la incansable actividad de la guillotina y con el genocidio de La Vendée contra los campesinos católicos. Y los frutos más amargos de esa semilla se han producido en el siglo XX —el siglo más sangriento que se conoce— a manos de totalitarismos ateos, con la masacre de los campesinos rusos por parte de los bolcheviques, con el genocidio nazi, las matanzas de camboyanos llevadas a cabo por los comunistas, etc.

—Admito que las sociedades con fundamentos cristianos sean efectivamente más tolerantes que las ateas, pero de la tolerancia personal de los cristianos no estoy tan seguro...

De la virtud de cada cristiano yo no puedo responder, pero pienso que las personas con convicciones religiosas arraigadas caen más difícilmente en actitudes intolerantes. Por aportar un dato significativo —aunque es solo un ejemplo—, un sondeo Gallup realizado recientemente en USA, en el que se establecieron doce grados para medir la religiosidad, señalaba que el segmento de población considerado más religioso (el llamado “highly spiritually committed”, que alcanzaba al 13 % de la población) corresponde a "las personas más tolerantes, más inclinadas a realizar actos caritativos, más preocupadas por la mejora de la sociedad, y más felices".

Quienes por su fe saben que el deseo de Dios es respetar las convicciones de los demás, tienen más recursos personales para respetar los derechos humanos, defender la libertad religiosa y proteger el santuario de la conciencia en una sociedad civil y libre. En cualquier caso, la Iglesia no tiene culpa de que haya algún que otro católico más o menos intolerante. Eso son cosas de la vida, no de la Iglesia.

¿Por qué hace proselitismo? *

          * Se entiende en este artículo por proselitismo simplemente como la actividad o la actitud dirigida a hacer prosélitos.

 

—La Iglesia dice que no puede haber una adhesión cristiana si no se trata de una adhesión libre, pero luego hace proselitismo. Y eso algunos lo entienden como una violencia, puesto que es querer llevar una doctrina a quien no ha pedido nada.

Si fuera válida esa argumentación, habría que prohibir también la publicidad, porque ofrece cosas que no se han pedido. Y llevada a su extremo, esa lógica podría acabar con buena parte de la libertad de expresión.

El apostolado cristiano es dar testimonio de lo que uno considera que es la verdad, sin violentar a nadie. No es, de ninguna manera, una imposición. La verdad cristiana no debe imponerse más que por la fuerza de la misma verdad. Por tanto, la conversión a la fe de una persona, o su vocación a una determinada institución de la Iglesia, debe proceder de un don de Dios que solo puede ser correspondido con una decisión personal y libre, que ha de tomarse siempre con entera libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

En este sentido la tradición cristiana habla desde muy antiguo de propagar la fe, y de hacer proselitismo, para referirse al celo apostólico por anunciar su mensaje e incorporar nuevos fieles a la Iglesia o a alguna de sus instituciones. Cualquier otra interpretación de esos términos, que se asociara al uso de violencia o de coerción, o que de algún modo pretendiera forzar la conciencia o manipular la libertad, implicaría modos de actuar que, como es obvio, resultan ajenos por completo al espíritu cristiano y son totalmente reprobables. Pero el deseo de propagar la propia fe, o de hacer proselitismo, despojados de esas connotaciones negativas, es algo totalmente legítimo.

Si negáramos a las personas su libertad de ayudar a otras a encaminarse hacia lo que se considera la verdad, caeríamos en una peligrosa forma de intolerancia. Por eso es preciso respetar, dentro de sus límites propios, la libertad de expresar las ideas personales, y la libertad de desear convencer con ellas a otras personas, pues se trata de algo que está, entre otras cosas, en la esencia misma de lo que es la educación, la publicidad o la política, y es un derecho básico cada vez más reconocido, tanto desde instancias jurídicas como sociológicas.

La libertad religiosa pertenece a la esencia de una sociedad democrática y es uno de los puntos fundamentales para verificar el progreso auténtico del hombre en todo régimen, sociedad o sistema. Cualquier atentado directo o consentido contra ella es siempre síntoma de un totalitarismo más o menos velado. Conculcar el derecho a expresar o propagar las propias ideas o creencias sería entrar de nuevo en un peligroso sistema represivo, propio de regímenes autoritarios, en los que se restringe la libertad religiosa como si fuera algo subversivo, quizá con el fin de arrancar a la Iglesia el coraje y el empuje necesarios para acometer su misión evangelizadora.

¿Por qué impone sanciones a teólogos?

—Si la verdad cristiana no debe imponerse, ¿cómo explicas que la Iglesia siga imponiendo sanciones a teólogos que mantienen posiciones demasiado "renovadoras"?

La Iglesia católica no obliga a ninguna persona a creer en nada. Lo que pasa es que algunos se han empeñado en presentar como mártires, o como objeto de clamorosas injusticias, a algunos sacerdotes y teólogos que pretenden seguir diciendo, desde puestos oficiales de instituciones eclesiásticas, cosas que no son de ninguna manera conciliables con la teología católica.

Cualquier persona, sea o no creyente, entiende que la Iglesia —como cualquier otra institución que no quiera acabar en la más lamentable de las confusiones— debe asegurar que las personas que la representan expresan con fidelidad su doctrina. Y aunque esa doctrina es compatible con la evidente multiplicidad del pensamiento cristiano, hay cosas que no son pluralidad sino contradicción.

Dentro de la misión de la Iglesia está verificar si una línea de pensamiento o de expresión de la fe pertenece o no a la verdad católica. Y mantener esas garantías exige un Derecho, y una autoridad que juzgue conforme a él y que luego se ocupe de aplicar sus decisiones.

Y hay que decir que los procedimientos judiciales de la Iglesia son mucho más respetuosos y contemporizadores que los que se emplean en el mundo judicial civil. No hay más que leer el Código de Derecho Canónico para ver que la Iglesia no es una institución sometida a lo arbitrario. Se respeta enormemente el derecho de las personas, y eso aun a costa de incurrir a veces en cierta lentitud.

 

25. SI MODERARA SUS EXIGENCIAS...

¿No lograría más adhesiones?

—¿Y no crees que si la Iglesia moderara sus exigencias, habría más creyentes?

Francamente, creo que no. Hay personas que aseguran que tendrían fe si vieran resucitar a un muerto, o si la Iglesia rebajara sus exigencias en materia sexual, o si las mujeres pudieran llegar al sacerdocio, o simplemente si su párroco fuera menos antipático. Pero es muy probable que, si se cumplieran esas condiciones, su increencia encontrara enseguida otras. Porque, como dice Robert Spaemann, la persona que no cree es incapaz de saber bajo qué condiciones estaría dispuesta a creer. Y los que no creen porque su relajo moral se lo estorba, pienso que tampoco creerían aunque un muerto resucitara ante sus propias narices. Enseguida encontrarían alguna ingeniosa explicación que les dejara seguir viviendo como hasta entonces.

—Pero, aunque no fuera para "captar" creyentes, la Iglesia podría moderar sus exigencias en beneficio de los que sí creen. Me parece que fue el mismo Santo Tomás de Aquino quien dijo que en el punto medio está la virtud...

Lo dijo, efectivamente, pero se refería al punto medio entre dos extremos erróneos, no a hacer la media aritmética entre la verdad y la mentira, o entre lo bueno y lo malo. Porque eso sería incurrir en algo parecido a lo que dijo hace tiempo un parlamentario de nuestro país: “Cuando alguien dice que dos más dos son cuatro, y sale otro diciendo que dos más dos son seis, siempre surge un tercero que, en pro del necesario diálogo y respeto a las opiniones ajenas —todo sea por la moderación y el entendimiento—, acaba concluyendo que dos más dos son cinco. Y no faltarán quienes lo consideren como un hombre conciliador y tolerante”.

La Iglesia, igual que hace cualquier persona sensata, defiende lo que considera verdadero, y no quiere aguar esa verdad. Nadie debería llamar intolerancia a eso, que no es más que defender con coherencia las propias convicciones. Si alguien se quejara, demostraría tener un concepto bastante intolerante de la tolerancia.

¿Por qué no pueden casarse los curas?

—No entiendo por qué la Iglesia católica no permite que se casen los curas, o que se ordenen personas casadas. Sobre todo, pensando en la preocupante escasez de sacerdotes.

La Iglesia católica de Occidente —te respondo glosando ideas de Jean-Marie Lustiger— ha hecho la elección de escoger a sus sacerdotes entre hombres que han recibido el carisma del celibato. Es algo más que una simple disciplina canónica: es una opción inspirada por el mismo Jesucristo. Pero es cierto que mantiene y recuerda también la posibilidad y su derecho de ordenar a hombres casados. Esa es la tradición, por ejemplo, de las iglesias católicas de rito oriental unidas a Roma, o la praxis aplicada con algunos sacerdotes casados provenientes del anglicanismo.

Respecto a lo que dices sobre la acuciante falta de sacerdotes, la cuestión del matrimonio no se ha demostrado determinante ni decisiva respecto a las nuevas vocaciones. Y eso es algo que puede verificarse fácilmente. Basta con fijarse en las Iglesias orientales (en las que se ordenan también sacerdotes casados), y en el anglicanismo y el luteranismo (en estas, además, están bien retribuidos), y fácilmente se comprueba que en ninguno de los tres casos hay una correlación entre vocaciones y matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de pastores luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en esos mismos países.

Por el contrario, se ven aparecer de manera insistente y significativa vocaciones de sacerdotes solteros en Iglesias que admiten la ordenación de casados. Es un dato poco conocido, pero que confirma una tendencia que avanza desde hace más de un siglo en el anglicanismo, las Iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos protestantes franceses.

¿No debería adaptarse más a los tiempos?

«Aunque la Iglesia haya procurado adaptarse a las diferentes culturas y lugares —me decía una persona en cierta ocasión—, creo que, en general, le ha faltado agilidad para ponerse al día.

»Me parece que la Iglesia ha estado habitualmente poco atenta a los cambios de los tiempos, y se ha esforzado poco por ser progresista y adelantarse a ofrecer lo que en cada momento la gente pide. Pienso que les vendría bien un poco de mentalidad empresarial, y quizá algunas nociones de marketing. Hoy día es imprescindible conocer bien los mercados y las leyes que los rigen.

»Creo —volvió a sentenciar— que esa es una de las razones por las que han perdido seguidores. Yo les recomendaría, como única salida para su supervivencia, que adapten sus posturas al mundo moderno.»

Primero habría que decir que la Iglesia católica no ha parado de crecer en número de fieles a lo largo de estas últimas décadas. Pero, aunque no fuera así, no puede entenderse o tratarse la fe como una simple estrategia de supervivencia en los mercados comerciales. La Iglesia no es una empresa, ni un movimiento asociativo, ni un partido político, ni un sindicato. Las verdades de fe o las exigencias de la moral no pueden tratarse como si lo de menos fuera la verdad y lo importante fuera ser eficaz, ser muchos, o ser moderno.

La Iglesia ha de adaptarse a los tiempos, es verdad, y necesita de una continua renovación. Pero ha de mantener su identidad, sin ceder en lo fundamental de su mensaje. Su objetivo no es alinearse donde más gente haya, ni estar de acuerdo con las tendencias más extendidas en cada época, ni satisfacer las demandas del marketing del momento. Para la Iglesia —como decía Thoureau—, lo más importante no es lo nuevo, sino lo que jamás fue ni será viejo.

Y en cuanto a lo del progresismo, conviene preguntarse primero hacia dónde se quiere progresar. Porque, de lo contrario, sería usar una palabra, quizá muy sugerente para algunos —cada vez para menos—, pero que así, sola, no dice nada concreto.

Siempre me ha parecido que el progreso es bueno, pues suele ser obra de los insatisfechos, de los que no se conforman, de los que buscan rutas arriesgadas en la vida. Pero me parece una simpleza recurrir a la vieja técnica de autodenominarse progresista para tachar a los demás de inmovilistas, para descalificar sin debate alguno a todo aquel que piense de manera distinta. Llamar retrógrados, integristas, tradicionalistas, o cosas parecidas, a todos los que tengan opiniones distintas a las propias es una muestra, cuando menos, de un discurso intelectual bastante pobre.

De la misma manera, tampoco es serio llamar progresista a quien vive bajo el afán —quizá bajo el complejo— de bailar siempre al ritmo de la moda del momento. Quienes así funcionan, están marcados por el estigma de lo pasajero, de lo que pronto quedará superado por otros tiempos y otras modas. Son soldados rasos de una masa, de un ejército sin mandos, en el que nadie sabe quién da las órdenes, pero que, sin embargo, se obedecen con prusiana disciplina.

Hoy, como ayer, la Iglesia ha de escuchar esas voces críticas, y valorarlas, como siempre ha de hacerse con toda crítica. Pero no puede sumarse a lo que aparentemente contentaría a más personas pero dificulta el cumplimiento de su misión. Entre otras cosas, porque somos servidores de la Iglesia, no los que decidimos lo que es la Iglesia. Tenemos que saber qué quiere Dios y ponernos a su servicio.

¿No debería ser más comprensiva?

—¿Pero no te parece que la Iglesia debería ser un poco más comprensiva con la debilidad de los hombres?

Un médico no es acusado de falta de comprensión cuando diagnostica un cáncer y dice que habría que operar. Sin embargo, a veces se tacha a los "médicos del espíritu" de poco comprensivos o faltos de compasión cuando diagnostican una falta o pecado y sugieren que habría que arrepentirse y cambiar.

Igual que el médico se compadece ante el enfermo de cáncer mostrándose inflexible contra el tumor, la Iglesia se compadece ante la debilidad humana del pecador mostrándose inflexible contra el pecado. Es un deber que a veces es duro de oír, o de decir, pero un deber insoslayable.

La Iglesia recuerda, con la luz de Dios, que el hombre puede distinguir entre el bien y el mal. Nunca puede llamar bien al mal, a no ser al precio de una mentira que le destruye a sí mismo. Esto es una cuestión clave para la felicidad y la libertad de cualquier hombre. El bien es un camino que se abre hacia la felicidad. El mal es un abismo donde, de golpe, el hombre bascula como en la nada. Por eso los preceptos de la Iglesia no son prohibiciones arbitrarias, sino una salvaguarda de la libertad humana. La Iglesia apela a la razón para reconocer esta luz sobre el hombre y sobre su condición, y al recordar lo razonable, defiende hasta el fin la responsabilidad de la libertad. Escoger el bien digno del hombre no es llamar "bien" a lo que me gusta o satisface mis intereses. Es respetar la dignidad personal y común a todos.

Por eso hay muchos temas en los que la Iglesia está obligada a decir siempre lo mismo sobre lo mismo. Eso sí, con gracia nueva cada día. Pero sin dejarse arrastrar por las modas del momento. Por eso la Iglesia tiene una lógica interna aplastante cuando dice: a mí no me pidan que cambie la norma, adapte usted su comportamiento a la norma si quiere vivir realmente la fe católica.

Lo esencial de la fe —señala Manuel Hidalgo— es como lo esencial de la medicina. Mire, doctor, es que hoy día la gente bebe mucho..., ¿podría usted autorizarme una botella de whisky al día? Pues mire usted, el whisky acabará por destrozarle a usted el hígado. Además, si usted no bebe, los que le vean tendrán una razón menos para destrozarse su propio hígado. Es que a mí me gusta beber. Ah, pues entonces haga usted lo que quiera y no me pregunte. Es duro, ¿no? Quizá por eso hay tantos que pasan de los médicos. Y más cuando de lo que se trata es del sexo, que a muchos les gusta más que el whisky. Oiga, que el ejemplo no me vale, porque el sexo es de lo más natural. Sí, y los huevos de gallina también son naturales y dan colesterol... ¡Qué le vamos a hacer!

Esa honestidad de la Iglesia católica, que sostiene con ejemplar fortaleza sus principios morales pese a que no sean nada complacientes con la debilidad humana, es como la de los buenos médicos, que te dicen lo que te tienen que decir, te guste o no. Porque para ir de médico en médico hasta encontrar uno que te deje hacer lo que te dé la gana, para eso es mejor no ir al médico. Y si una iglesia —con minúscula— fuera muy complaciente y te diera siempre la razón, no sería la Iglesia.