www.gecoas.com/religion/

PARTE CUARTA

¿Es razonable ser creyente?

50 cuestiones actuales en torno a la fe

Alfonso Aguiló

______________________________________

PARTE  CUARTA

IV. ¿ES RAZONABLE CREER?

26. ¿ACASO DIOS BUSCA FASTIDIAR?

¿Caminar sobre el agua?

Cuestión de sensibilidad

¿Aguafiestas de la vida?

Creer es propio de seres inteligentes

 

27. ¿LA FE AYUDA A DISFRUTAR DE LA VIDA?

Afortunadamente, Dios no es kantiano

El atractivo del bien

¿Qué tipo de persona quiero ser?

28. ¿TIENE ALGUIEN DERECHO A IMPONERME SUS VALORES?

¿Existen valores absolutos?

No me impongas tu verdad

El boxeador que nunca sube al ring

¿Da lo mismo una religión que otra?

29. NUESTRAS CERTEZAS... ¿Y LAS DE LOS DEMÁS?

Una novedad en la historia

Atropellos desde la mayoría

La ley del más fuerte

El encuentro más liberador

30. ¿Y POR QUÉ “ESO” VA A SER MALO?

Un sueño aterrador

Antígona: leyes que nadie ha puesto

¿Una moral sin Dios?

31. ¿LA MORAL AYUDA A PENSAR BIEN?

¿Inculcar una moral es lavar el cerebro?

¿Y si es una moral equivocada?

Ley moral y felicidad humana

La enseñanza de la religión

32. ¿POR QUÉ NO SE ESCUCHA MÁS A LA IGLESIA?

¿Con qué derecho habla la Iglesia?

¿Imponer valores religiosos a la sociedad civil?

La fuerza de los estereotipos

¿Y una ética laica?

 

 

 

 

 

*************************************************

 

PARTE CUARTA

 

Sócrates es mi amigo,

pero soy más amigo de la verdad.

                                        Aristóteles

 

IV. ¿ES RAZONABLE CREER?

 

26. ¿ACASO DIOS BUSCA FASTIDIAR?

¿Caminar sobre el agua?

Ha escrito un pensador español que quien, en aras de la libertad, pretendiera caminar sobre las aguas, solo conseguiría ahogarse. Y si esto sucede en el orden físico, algo parecido ocurre en el orden moral.

Es verdad que los efectos de transgredir las leyes morales no suelen ser tan patentes como ir en contra de las leyes físicas, pero no por eso las consecuencias son menos destructoras. Transgredir las leyes físicas —como, por ejemplo, al pretender caminar sobre las aguas— acarrea unas consecuencias fácilmente comprobables. Pero el hecho de que sean más fácilmente comprobables no implica que por eso sean más ciertas: simplemente, son más fáciles de percibir o de entender.

Es cierto que somos libres. Somos libres de tirarnos volando desde un tercer piso. Somos libres de intentar caminar por el agua. Pero eso no significa que sea lo más sensato, porque la naturaleza no nos ha dotado de alas ni de aletas.

Somos libres para caminar desnudos por el polo Norte, pero no es lo más aconsejable si la naturaleza no nos ha dado una protección térmica como la de la foca o el pingüino. Hacemos un uso sensato de la libertad solo en la medida en que asumimos libremente las leyes que rigen nuestra propia naturaleza.

Necesitamos de nuestra libertad, pero debemos contar siempre, además, con la realidad de nuestra naturaleza. Si no, podremos demostrar que somos muy libres, pero no habremos demostrado mucha sensatez.

—Pero no todo el mundo coincide en cuáles son las exigencias morales de la naturaleza del hombre.

Todo ser humano tiene un conocimiento íntimo, natural, de la ley moral, con los consiguientes deberes para con uno mismo, con los demás y con la propia naturaleza. Otra cuestión es que podamos engañarnos al percibirlo o al llevarlo a la práctica.

Cuestión de sensibilidad

—Pero de alguna manera deberíamos percibir que la transgresión de esa ley nos perjudica, ¿no?

Si en un coro hay uno que da una nota falsa, una persona que apenas entienda de música, o que tenga mal oído, no notará nada. Pero si el que escucha es alguien que sabe, se dará cuenta enseguida de que hay uno que está desafinando.

Algo parecido nos sucede cuando, por las razones que sea, nos falta sensibilidad moral: no notamos hasta qué punto nos perjudica una transgresión de la ley natural (con la diferencia de que ese error tiene mayor influencia en nosotros que el fallo de una nota musical).

Cuando alguien quebranta las leyes físicas (la ley de la gravedad, por ejemplo), pronto comprueba que el verdadero quebrantado es él mismo. Con la ley moral sucede algo parecido, aunque a veces tarde un poco más en descubrirse. Cuando el hombre transgrede las exigencias morales naturales se degrada, se aleja de su pleno desarrollo personal. Por eso, si nos esforzáramos más por conocer las verdaderas consecuencias de nuestros actos, cambiaría quizá bastante nuestra forma de actuar.

¿Aguafiestas de la vida?

Hay personas que creen —como afirma aquel dicho popular— que “todo lo que nos gusta, o está prohibido o engorda”. Piensan que la virtud, o la religión, son realidades que vienen a aguarles la fiesta de la vida. Las ven como una ingrata secuencia de restricciones, obligaciones y renuncias. Solo se fijan en el lado antipático que siempre presenta cualquier esfuerzo, y no advierten el lado atractivo de la virtud, su rostro amable, su efecto liberador.

“Solamente haciendo el bien se puede realmente ser feliz”, decía Aristóteles. Todo lo que Dios exige, nos lo exige precisamente porque es lo que más nos conviene.

Dios no ha señalado una serie de exigencias morales con el sencillo objeto de fastidiarnos. Sería un error asociar la voluntad de Dios, o el premio en el más allá, a una supuesta resignación a la infelicidad en esta tierra. Si la vida es un don de Dios, y la felicidad eterna es su destino, tiene razón Aristóteles cuando dice que la felicidad está unida a cumplir ese designio divino. La ética es una facilitación de la vida, no su constante entorpecimiento.

Vivir los mandatos de Dios tiene cierto parecido —aunque lejano— con seguir las instrucciones de mantenimiento de un vehículo. Esas instrucciones pueden prescribir algunas normas cuyo motivo no siempre el usuario entiende totalmente. Pero el fabricante, que conoce bien el funcionamiento, nos recomienda que, por nuestro bien, cumplamos esas normas, aunque no siempre las comprendamos enteramente. Si alguna cosa nos parece inútil es porque quizá ignoramos los daños que provocaría su incumplimiento.

—Pero ya que la fe es algo razonable, lo lógico sería que entendiéramos bien por qué conviene hacer las cosas.

Siguiendo con el ejemplo del vehículo, imagina una persona que quisiera utilizar durante años un automóvil sin cambiar el aceite, o sin reponer el líquido de frenos, porque dice no entender bien la necesidad de hacerlo con tanta frecuencia. Acabaría por gripar el motor por falta de lubricante, o se estrellaría por falta de líquido de frenos. Y no dejaría de correr esos riesgos por desconocerlos, o de no entenderlos bien del todo (o de no querer entenderlos).

Si desea entender bien las razones de lo que hace, lo más sensato entonces es que aprenda mecánica del automóvil. Si sabe poco de esa ciencia, seguir esas instrucciones del fabricante no supone actuar de modo poco razonable, sino actuar fiándose de alguien que le merece confianza. Cuando se actúa fiado en otro, también se aplica el entendimiento: uno entiende que lo que le dicen merece credibilidad, porque cree que la persona que se lo dice es digna de crédito.

Creer es propio de seres inteligentes

Creer es algo razonable. Nos pasamos la vida fiándonos de lo que alguien nos dice. Por la autoridad de otros aceptamos las creencias históricas, la mayoría de las geográficas y buena parte de las referidas a los asuntos de la vida cotidiana. Nos fiamos del manual de instrucciones del coche, y de multitud de cosas en la vida normal de cada día: de lo contrario, sería imposible vivir.

—Pero a muchos, las exigencias de la fe les parecen exageradas.

Hay realidades que exigen un cierto nivel de exigencia y de compromiso. Es fácil encontrar o inventar teorías agradables al oído, cálidamente permisivas, y que incluso adornen la vida de un cierto aire trascendente, pero no basta con eso para que sean verdaderas.

—Pero decías que hacer el bien no tiene por qué ser desagradable.

Lo principal no es buscar lo agradable ni lo desagradable, sino lo que es propio de nuestra naturaleza. O lo que quiere Dios de nosotros, que en definitiva es lo mismo. Y como Dios busca siempre nuestro bien, precisamente eso será lo mejor para nosotros. Y, a la larga, también lo más agradable.

Si llegamos con sed a una fuente en la que encontramos un cartel que dice “agua no potable”, esto puede producirnos una primera reacción de desagrado, pues tenemos sed y allí hay agua fresca. Pero saciar la sed con esa agua nos llevaría a una intoxicación, que ese cartel nos ahorra. Quien pone ese cartel no busca fastidiar, sino ayudar, prevenirnos ante un mal no siempre perceptible con evidencia. Y esa agua no nos hace daño por tener el cartel, sino que han puesto el cartel para que no nos haga daño.

La fe verdadera es exigente. Y exige una conversión verdadera, del corazón. El deber moral no puede considerarse como una cárcel de la que el hombre tenga que liberarse para poder hacer finalmente lo que le venga en gana. Las normas morales no son limitaciones arbitrarias impuestas a las personas, sino verdades liberadoras que llenan de luz su existencia y constituyen su propia dignidad.

 

27. ¿LA FE AYUDA A DISFRUTAR DE LA VIDA?

Afortunadamente, Dios no es kantiano

—Pero si el hombre hace el bien por miedo al castigo de la naturaleza, o para conseguir el premio del cielo, o para encontrar un consuelo divino en la tierra..., ¿no está entonces actuando de forma egoísta?

La moral exige cierta abnegación y renuncia, pero esa renuncia no es el fin que se busca. Desear el propio bien, y esperar gozar de él en el futuro, no tiene por qué ser egoísmo.

Si Dios fuese kantiano —decía C. S. Lewis—, y por tanto, no nos aceptara hasta que fuésemos a Él impulsados por los más puros y mejores motivos, entonces nadie podría salvarse. Kant pensaba que ninguna acción tenía valor moral a menos que fuese hecha como fruto de una pura reverencia a la ley moral, es decir, sin contar para nada con el atractivo o la inclinación hacia esa buena obra.

Y, ciertamente, a veces la opinión popular parece estar de parte de Kant. Parece como si perdiera valor la actuación de una persona que hace lo que le gusta hacer. Las mismas palabras “pero a él le gusta hacerlo” suelen indicar “y por tanto no tiene mérito”. Sin embargo, frente a Kant se alza la verdad subrayada por Aristóteles: “cuanto más virtuoso se vuelve el hombre, tanto más disfruta de los actos de virtud”.

Afortunadamente, Dios no es orgulloso ni kantiano, y la esperanza de recompensa o el miedo al castigo no tienen por qué pervertirlo todo. Hay diversos tipos de recompensas. Unas pueden ser adecuadas a determinada acción, y otras no. El dinero, por ejemplo, no es recompensa natural para el amor, y por eso llamaríamos mercenario al hombre que se casara por dinero. En cambio, el matrimonio parece un premio apropiado para quien ama verdaderamente a una persona, y no llamaríamos mercenario a un enamorado por desear conquistar a su pareja y llegar a casarse. Una recompensa apropiada y conveniente a una acción, no tiene por qué envilecer esa acción; al contrario, es su natural culminación.

El atractivo del bien

—De acuerdo, pero todos los enamorados esperan con ilusión el día de su boda, y en cambio los hombres no siempre anhelan hacer el bien.

En el caso de los enamorados, la pasión cobra en esos momentos mucha fuerza, y les hace muy fácil sentirse atraídos por el bien deseado. También hay que decir que la pasión no es siempre una garantía ante la erosión del tiempo, y que incluso puede resultar peligrosa si no está bien gobernada por la inteligencia. No hay que olvidar que las pasiones también han producido muchos desatinos.

Pero es cierto lo que dices. No siempre se anhela apasionadamente el bien. En muchos ocasiones, simplemente porque no alcanzamos a ver la legítima recompensa asociada a ese bien.

Pongamos un caso práctico de la vida diaria. Está claro, por ejemplo, que solo quienes alcanzan un buen nivel de formación y conocimientos, tras años de esfuerzo, pueden gozar de los bienes asociados a la cultura y la sabiduría. Cuando en el colegio un chico o una chica empiezan a estudiar la tabla periódica de elementos, o los músculos del cuerpo humano, o unos datos de historia o de geografía, o unas leyes físicas o matemáticas, o han de realizar cualquier otro esfuerzo propio de la vida escolar, esos chicos no siempre acertarán a vislumbrar de modo permanente la utilidad y los bienes asociados a esos estudios. O, por lo menos, no siempre los verán con tanta pasión como la del enamorado que espera ilusionadamente casarse con el objeto de sus amores.

Algunos de esos chicos —no demasiados— estudiarán con una gran ilusión, y tendrán presente ese lejano bien que confían alcanzar. Pero muchos otros lo harán fundamentalmente por sacar buenas notas, agradar a sus padres, eludir un castigo o cosas semejantes. Son motivos que no parecen muy elevados. Y es cierto que hay que descubrirles bienes o fines más altos. Pero no conviene ser utópicos. Ya irán descubriendo poco a poco la razón de esos estudios, y llegará un día en que comprenderán claramente su necesidad, y se alegrarán de haber aprovechado la oportunidad de no ser unos analfabetos. Nadie podrá indicar el día y la hora en que terminará una visión y comenzará la otra. Sin embargo, el cambio va teniendo lugar conforme se acerca a la posesión de la recompensa, que entonces ya desearán y agradecerán por sí misma.

Los educadores demostrarán su maestría sabiendo despertar en los alumnos esa pasión por aprender, haciéndoles vislumbrar el fin por el que se están esforzando. Motivar a los alumnos haciéndoles pensar en un premio futuro no tiene por qué ser algo corruptor. Puede ser la clave de la verdadera motivación.

Y algo parecido sucede con la llamada natural del hombre hacia el bien. El anhelo de alcanzarlo está en nuestra naturaleza, aunque quizá no lo hayamos descubierto en muchos de sus aspectos, y nos falte motivación o conocimiento. Puede que haya momentos en que no veamos claras las ventajas de hacer el bien, que quizá se nos antoje vago y lejano, frente a las concretas y cercanas ventajas del mal. No es mala cosa en esos momentos pensar en el premio prometido. El acierto de nuestra vida depende de nuestra capacidad de descubrir el bien y de decidirnos por él.

¿Qué tipo de persona quiero ser?

Cuando alguien se plantea qué tipo de persona quiere ser, y cómo lograrlo, se enfrenta a cuestiones importantes.

Su acierto en el vivir estará muy ligado a no eludir esas preguntas. No basta con pensar un poco en ellas, pues muchas personas fracasan en su vida —escribió Santo Tomás Moro— no por haberse negado a pensar en esas cuestiones, sino por haber pensado poco en ellas.

—Entonces, ¿hay que estar planteándose continuamente cómo debemos ser?

Continuamente quizá no, porque acabaría por ser algo enfermizo. Pero si eludimos de modo habitual esas preguntas sobre el sentido de nuestra vida, o si escondemos zonas de nuestra vida a la luz de esas cuestiones fundamentales, estaríamos acotando en nosotros una especie de área de autoengaño.

—Pero aunque pienses en eso, no es fácil aclararse en lo que debes hacer.

A veces puede haber dudas, pero lo habitual es que el contraste entre el bien y el mal acabe apareciendo con claridad para quien busca con rectitud. No se trata, como es lógico, de dividir la humanidad entre santos y demonios: la cuestión es dejarse guiar o no por la honestidad. Además, también se aprende de los errores.

—Pero hay una fuerte presión del ambiente, y a veces casi parece que ser bueno equivale a ser tonto.

A veces puede parecerlo, y efectivamente la presión del ambiente tiene mucha fuerza. Ya lo decía Chesterton: “¡Es tan sencillo, tan fácil y agradable entregarse en las manos del conformismo...; y tan duro, en cambio, atreverse a ser lo que se es, y a creer lo que se cree, por la fidelidad a nuestra propia alma...!”.

Por naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad nos lleva hacia él. El mal en sí es algo negativo, y no puede, por tanto, ejercer atracción ninguna sobre el hombre. Lo que sucede es que el mal no suele presentarse químicamente puro, sino mezclado con cosas buenas, y nos atrae por los destellos de bien que lo recubren. Pero también en esto se demuestra la inteligencia, pues, al fin y al cabo, la manera más inteligente de utilizar la inteligencia es ser éticamente bueno.

Tenemos el mal pegado al cuerpo, y la lucha contra él no es nada sencilla. Por eso no debemos menospreciar ninguna ayuda. Y la de Dios es importante.

 

28. ¿TIENE ALGUIEN DERECHO A IMPONERME SUS VALORES?

¿Existen valores absolutos?

Cuenta Peter Kreeft que un día, durante una de sus clases de ética, un alumno le dijo que la moral era algo relativo y que él como profesor no tenía derecho a “imponerle sus valores”.

Bien —contestó Kreeft, para iniciar un debate sobre aquella cuestión—, voy a aplicar a la clase tus valores y no los míos. Tú dices que no hay valores absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos. Como resulta que mis ideas personales son un tanto singulares en algunos aspectos, a partir de este momento voy a aplicar esta: todas las alumnas quedan suspendidas.

El alumno se quedó sorprendido y protestó diciendo que aquello no era justo.

Kreeft le argumentó: ¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es solo “mi” valor o “tu” valor, entonces no hay ninguna autoridad común a nosotros dos. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tú tampoco puedes imponerme el tuyo...

Por tanto, solo si hay un valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores absolutos y objetivos fuera de nosotros, solo podrías decir que tus valores subjetivos son diferentes de los míos, y nada más.

Sin embargo —continuó Kreeft—, no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que, cuando desciendes a la práctica, sí crees en los valores absolutos.

No me impongas tu verdad

Los relativistas y los escépticos consideran que aceptar cualquier creencia es algo servil, una torpe esclavitud que coarta la libertad de pensamiento e impide una forma de pensar elevada e independiente.

Sin embargo —como decía C. S. Lewis—, aunque un hombre afirme no creer en la realidad del bien y del mal, le veremos contradecirse inmediatamente en la vida práctica. Por ejemplo, una persona puede no cumplir su palabra o no respetar lo acordado, arguyendo que no tiene importancia y que cada uno ha de organizar su vida sin pensar en teorías. Pero lo más probable es que no tarde mucho en argumentar, refiriéndose a otra persona, que es indigno que haya incumplido con él sus promesas.

Cuando los defensores del relativismo hablan en defensa de sus derechos, suelen desprenderse de todo su relativismo moral y condenan con rotundidad la objetiva inmoralidad de quien pretenda causarle daño. Y si alguien les roba la cartera, o les da una bofetada, lo más probable es que olviden su relativismo y aseguren, sin relativismo ninguno, que eso está muy mal, diga lo que diga quien sea (sobre todo si lo dice el ladrón o agresor correspondiente). Porque si la palabra dada no tiene importancia, o si no existen cosas tales como el bien y el mal, o si no existe una ley natural, ¿cuál es la diferencia entre algo justo o injusto? ¿Acaso no se contradicen al mostrar que, digan lo que digan, en la vida práctica reconocen que hay una ley de la naturaleza humana?

El relativismo, al no tener una referencia clara a la verdad, lleva a la confusión global de lo que está bien y lo que está mal. Si se analizan con un poco de detalle sus argumentaciones, es fácil advertir —como explica Peter Kreeft— que casi todas suelen refutarse a sí mismas:

§  "La verdad no es universal" (¿excepto esta verdad?).

§  "Nadie puede conocer la verdad" (salvo tú, por lo que parece).

§  "La verdad es incierta" (¿es incierto también lo que tú dices?).

§  "Todas las generalizaciones son falsas" (¿esta también?).

§  "No puedes ser dogmático" (con esta misma afirmación estás demostrando ser bastante dogmático).

§  "No me impongas tu verdad" (tú me estás imponiendo ahora tus verdades).

§  "No hay absolutos" (¿absolutamente?).

§  "La verdad solo es opinión" (tu opinión, por lo que veo).

§  Etcétera ad nauseam.

El boxeador que nunca sube al ring

Cuando uno dice que es muy difícil o casi imposible saber lo que es verdad o mentira, o lo que es bueno o malo, porque asegura que todo es relativo, adopta una cómoda postura en la que apenas necesita argumentar nada. Elude cualquier debate o discusión seria, porque niega su presupuesto. Por eso decía Ludwig Wittgenstein que es como un boxeador que nunca sube al ring.

En vez de subir al ring, lo que suele hacer en la práctica es meter de tapadillo, en un descuido retórico, su propia verdad y su propio concepto de bien. Porque también él guarda muchas certezas, aunque quizá no las advierta por estar demasiado ocupado en acusar a los demás de dogmatismo. Lo que el relativista suele mirar con sospecha no son las certezas, sino más bien las certezas de los demás.

¿Se dejarían operar por un cirujano si no estuviera seguro de su competencia? ¿Se subirían a un avión de una compañía aérea que manifestara incertidumbres sobre la seguridad del vuelo? Todo hombre, por naturaleza, busca siempre certezas.

Según Christopher Derrick, la apoteosis del relativismo puede deberse a esa impresión —una impresión vaga, pero persuasiva— de que expresar duda es un signo de modestia y de tolerancia, mientras que hablar de certidumbres se considera algo dogmático y casi dictatorial.

Sin embargo, el relativismo no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias. Por eso Ortega y Gasset decía que el relativismo es una teoría suicida, pues cuando se aplica a sí misma, se mata. La mayoría de las veces, el relativismo es una especie de pose académica, una cómoda evasión de la realidad.

¿Da lo mismo una religión que otra?

Charles Moore, director del Sunday Telegraph y del Daily Telegraph, relató hace unos años su conversión al catolicismo.

Moore buscaba la religión verdadera, ante el asombro de sus amigos que le decían que daba igual una religión que otra, y que lo único importante era el deseo de hacer el bien. Él disentía completamente y replicaba: «Eso sería como si unos médicos se reunieran en torno a un paciente y concluyeran: “Bueno, todos queremos que mejore, así que todos los tratamientos que propongamos serán igualmente buenos”. Sin embargo, es evidente que no sucede así. Dar con el tratamiento adecuado puede ser cuestión de vida o muerte».

Es cierto que personas de religiones distintas reciben de sus creencias aliento y enseñanza para ser mejores. Todas las religiones distintas de la verdadera contienen y ofrecen elementos de religiosidad, que proceden de Dios, y que reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero deducir de eso que todas las religiones son iguales, o que da igual una que otra, sería mucho deducir.

A la hora de elegir religión, hay que preguntarse sobre todo qué puerta es la verdadera, no cuál es la que más nos gusta por sus adornos o atractivos externos. No basta la buena intención, pues no se puede olvidar cuánto mal ha sucedido en la historia en nombre de opiniones e intenciones buenas.

Cada hombre tiene la obligación —y también el derecho— de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, llegue a formarse rectos y verdaderos juicios de conciencia.

—Entonces, lo que importa para salvarse es vivir de acuerdo con la propia conciencia.

Cuando se habla de vivir de acuerdo con la conciencia, algunos lo entienden como un simple vivir conforme a lo que cada uno subjetivamente piensa, como si en las cuestiones religiosas y morales no hubiera nada objetivo. Pero no siempre basta con seguir la propia conciencia, pues a veces su voz puede ser ahogada, o puede ser errónea. Por ejemplo, Hitler escribió pocas horas antes de morir que no se arrepentía de nada, que de nada pedía perdón porque afirmaba seguir de buena fe su conciencia...

La conciencia no es un simple reducto del subjetivismo, sino el lugar donde se da la apertura del hombre hacia la verdad, hacia Dios. El hombre, si busca, tiene posibilidad de conocer el camino que le conduce a la verdad.

Y obedecer a la conciencia en ese camino puede exigir un notable esfuerzo. Supone no dejarse guiar solo por lo que a uno le apetece, sino mirar alrededor, purificarse y tener el oído atento a la escucha de la voz de Dios para ponerse en camino hacia la verdad.

Solamente así se puede entender en qué consiste la grandeza de la fe. Y las diferentes religiones pueden suministrar elementos que nos conducen hacia ese camino, pero también nos pueden desviar de él.

—¿Entonces, la Iglesia no admite que el cristianismo sea una vía de salvación entre muchas otras?

La Iglesia sostiene que Jesucristo no es un simple guía espiritual, o un camino más hacia Dios entre otros muchos, sino el único camino de salvación.

—¿Y eso no es una afirmación un poco arrogante por parte de la Iglesia?

Pienso que no. Lo natural es que un creyente musulmán reconozca a Mahoma como profeta, o que un fiel hebreo escuche la Torâh como la palabra de Dios. Lo que dice la Iglesia católica no supone menosprecio ni falta de consideración hacia otras confesiones religiosas. Dice que Jesucristo es el único camino de salvación, pero también dice claramente que Dios salva a los no cristianos que se hacen merecedores de ello.

La salvación —por decirlo de un modo un tanto informal— es monopolio de Dios, no de los cristianos. Dios da a todos los hombres luz y ayuda para salvarse, y lo hace de manera adecuada a la situación interior y ambiental de cada uno.

 

29. NUESTRAS CERTEZAS... ¿Y LAS DE LOS DEMÁS?

Una novedad en la historia

La triste novedad de aquella guerra fue que, por primera vez en la historia, el asesinato se organizó como una industria de producción en serie. La historia no había conocido nada semejante.

Quizá solo quienes estuvieron en Mauthausen, en Auschwitz, en Maidanek, o en cualquier otro campo de exterminio de la Segunda Guerra Mundial, pueden hacerse una verdadera idea de lo que fue aquello. Hasta las descripciones más realistas que se han hecho sobre los lager probablemente palidecerían ante la realidad de aquel horror.

Afirma Claudio Magris que los testimonios más expresivos de esa realidad no son los de las víctimas, sino los de los verdugos. Quizá por eso, el testimonio más revelador de lo que ocurrió entre aquellos barracones y las cámaras de gas, lo escribió el propio Rudolf Höss en las semanas que transcurrieron entre su condena y su muerte. Su autobiografía, titulada “Yo, Comandante en Auschwitz”, relata fríamente una serie interminable de atrocidades que sobrepasa cualquier medida humana. Höss cuenta de forma imperturbable todo lo que ocurre, la ignominia y la vileza, los episodios de ruindad y de heroísmo entre las víctimas, las dimensiones monstruosas de aquella terrible masacre.

—¿Y cómo pudo llegarse a una aberración semejante?

Es difícil responder. Lo sorprendente es que el nacionalsocialismo hitleriano detentaba el poder con un gran respaldo de la población, que votó masivamente a un partido totalitario que les presentaba una visión del mundo que entonces consideraron plenamente satisfactoria.

Hitler dominaba las técnicas de comunicación de masas. Supo manejarlas, crear un estado de opinión, alcanzar el poder y convertir luego el Estado en una mortífera organización criminal. Ni él ni los mandos de su partido disimulaban su radical y violento antisemitismo. Proclamaron sus consignas de sangre y de raza, de las cuales se derivaba el derecho a tratar a otros pueblos como inferiores. De los 9.600.000 judíos que vivían en Europa durante la dominación nazi, se calcula que más de 5.700.000 fueron expulsados de sus casas, tratados como cabezas de ganado y exterminados con una crueldad inhumana.

Atropellos desde la mayoría

Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la opinión pública llegó a conocer en toda su dimensión los horrores del Tercer Reich, se planteó una cuestión crucial. Muchos habían defendido hasta entonces que la opinión de la mayoría social marcaba lo que era justo o injusto. Pero Adolf Hitler había actuado con el respaldo de la mayoría parlamentaria, y también tuvo un gran apoyo de la opinión pública de su país.

Había sido legal. Y en gran parte, también socialmente aceptado. Pero no por eso dejaba de ser un crimen patente y horrible. Nadie había imaginado que se podía llegar a semejante desprecio por el hombre y por sus derechos, a una infamia que reunió una cantidad de odio sin precedentes, que pisoteó al hombre y a todo lo humano con una fuerza hasta entonces desconocida.

Aquellos dirigentes nazis fueron condenados como autores de crímenes contra la humanidad, porque se consideró evidente que existe una ley moral universal a la que todos los hombres estamos sujetos, independientemente de lo que digan las leyes o los dirigentes de ese Estado, o de lo que apruebe o desapruebe la opinión pública.

Hubo juristas coherentes con el relativismo moral que siempre habían defendido, y que argumentaron que no se podía condenar a esos generales nazis, ya que no habían transgredido las leyes entonces vigentes en su país. Pero aquella protesta fue tan solo una prueba más de la precariedad de esa forma de pensar. Porque si un acto tuviera que ser bueno simplemente por estar ordenado o permitido por una ley, entonces no se podría acusar de injusto a ningún régimen político que viole los derechos humanos.

Ningún porcentaje de apoyo social puede hacer bueno lo que de por sí es perverso. Los votos que llevaron o mantuvieron a Hitler al poder no hicieron aceptables sus criminales designios. Hay cosas que están mal aunque las permita o fomente el poder legítimamente establecido.

Cuando el relativismo moral se impone, la dignidad humana corre un grave peligro. Los derechos básicos se relativizan y se abre la puerta al totalitarismo. El régimen nazi es una prueba de que esas ideas no son un mero entretenimiento de intelectuales, sino que tienen consecuencias importantes.

Auschwitz reveló, entre otras cosas, la profunda depravación en la que podía sumergirse el hombre al olvidar a Dios. Muchos años antes, ciertos sectores de la cultura europea habían intentado borrar a Dios del horizonte humano, y una de sus consecuencias había sido la aparición del paganismo nazi y el dogmatismo marxista, dos ideologías totalitarias que Hitler y Stalin pretendieron convertir en religiones sustitutivas. Así fue como el desprecio a Dios llevó al desprecio a la humanidad y a la vida de las personas. El resultado fue un abismo de inmoralidad que la historia jamás podrá olvidar.

La ley del más fuerte

Si treinta sádicos —sugiere Peter Kreeft— acordasen torturar a una persona, ¿podría el número hacer que la acción fuese correcta? ¿Y si fuera la sociedad entera quien lo aprobara?

Si la tortura es mala, no es porque la sociedad lo diga, sino porque lo es en sí misma.

Un linchamiento suele estar “consensuado” por la masa popular, que aplica justicia —y rápidamente— conforme a un veredicto dictado también por abrumadora mayoría. Sin embargo, aunque cumpla los postulados de la moral relativista, no resulta aceptable.

Si en 1939 se hubiera hecho en Alemania una encuesta sobre si es lícito exterminar a los adultos mal constituidos, es probable que hubiera contado con una aprobación general. Sin embargo, la opinión mayoritaria no convertiría en morales esos actos.

En bastantes países islámicos se niega la posibilidad de cambiar de la fe musulmana a otra religión. Es una prohibición legal, y aceptada por la opinión pública, pero atenta contra la libertad religiosa, que es un derecho humano previo a todo eso.

El hecho de que algo esté aceptado por una mayoría social no es garantía moral segura. Es solo un indicador del nivel de reconocimiento de la verdad que hay en esa sociedad. La historia de los progresos humanos —y no solo en los progresos éticos, sino también en los científicos— muestra que la comprensión de la verdad suele ser, en los comienzos, minoritaria. Piénsese, por ejemplo, en los primeros movimientos en contra de la esclavitud o la discriminación racial, que nacieron con una reducida aceptación social.

—Sin embargo, el Estado puede y debe elaborar leyes y reglas, y luego cambiarlas cuando sea preciso. Y hoy se dice a los automovilistas que circulen por la derecha, pero mañana se les puede decir que circulen por la izquierda. Y no parece que haya nada malo en eso.

Efectivamente, hay leyes y normas que no tienen una calificación moral directa, y el Estado puede decidir sobre ellas en uno u otro sentido. Sin embargo, hay otras cosas que son buenas o malas en sí mismas, independientemente de que el Estado las imponga o no, o que le gusten más o menos a los ciudadanos. Los hombres no pueden inventar las reglas de la moral: solo pueden procurar descubrirlas (algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con las reglas de la salud corporal).

El buen legislador es el que legisla buscando verdades que conducen a la justicia, no el que pretende decidir arbitrariamente lo que es justo o injusto (igual que el buen médico es el que descubre verdades relacionadas con la salud, no el que decide arbitrariamente qué es estar sano o enfermo).

Al recordar el genocidio nazi hemos visto cómo una mayoría que no reconoce más límites que ella misma, incurre fácilmente en la tentación de arrollar los derechos básicos de las minorías. Y esas minorías pueden ser minorías étnicas (racismo), no nacidos (aborto), ancianos enfermos o deficientes mentales (eutanasia), o cualquier colectivo que no pueda defenderse de la mayoría que ostenta el poder. Una actitud de ese tipo lleva al dominio tiránico del grupo más fuerte en cada momento: como en la selva, se impone la ley del más fuerte (que en este caso es la inapelable mayoría).

No se puede forzar a la verdad a estar en relación directa con el número de personas a las que persuade. La ética natural, y con ella la dignidad de la persona, debe respetarse como algo que está por encima de la decisión de cualquier colectivo humano. No es el Estado quien otorga a los hombres sus derechos fundamentales: esos derechos no son otorgados, sino reconocidos y protegidos por el Estado, puesto que son derechos inherentes a la dignidad humana. El Estado no concede el derecho a la vida ni a la propia dignidad: ha de limitarse a reconocer y defender esos derechos.

El encuentro más liberador

El encuentro con la verdad exige conformar la propia vida con esa verdad, y en ese sentido puede decirse que la verdad se nos impone. Pero el encuentro con la verdad es lo más liberador que puede haber en la vida de una persona.

Por el contrario, quien pretende “liberarse de la verdad”, no se libera, sino que cae en el autoengaño. Y un engaño, aunque lo cause uno mismo, no puede liberar de nada. Liberarse de la verdad atenta además contra los mismos fundamentos de la democracia, pues la verdadera democracia se apoya en el respeto a una gran verdad: la dignidad humana, que debe considerarse como algo innegociable.

Es necesario establecer normas por consenso si se quiere que haya democracia. Y ese consenso puede ser la vía más adecuada para acercarse a la verdad. Pero —como ha explicado Andrés Ollero— ha de asumirse con realismo que, pese a nuestros buenos deseos, podemos equivocarnos al intentar captarla. Y solo si ese consenso coincide con la verdad puede convertirse en instancia ética. No es el consenso quien nos dice lo que es éticamente adecuado, sino la ética la que nos exhorta a consensuar sus exigencias.

 

30. ¿Y POR QUÉ “ESO” VA A SER MALO ?

Un sueño aterrador

Raskolnikov, el protagonista de “Crimen y Castigo” de Fiódor Dostoievski, es un joven estudiante de Derecho, convencido de que la conciencia es una simple imposición social. De hecho, mata fríamente a una vieja usurera, y después del asesinato dice no tener remordimiento alguno. Asegura haber vencido el prejuicio social de la conciencia: "¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crimen matar a un parásito vil y nocivo? No puedo concebir que sea más glorioso bombardear una ciudad sitiada que matar a hachazos. No comprendo que pueda llamarse crimen a mi acción. Tengo la conciencia tranquila".

Poco a poco, su conducta se vuelve cada vez más desequilibrada y acaba en la cárcel. Al final de la novela, mientras cumple su condena en Siberia, sufre una pesadilla inquietante. Sueña que el mundo es invadido por una plaga de microbios que transmiten a los hombres la extraña locura de creer que cada uno está en posesión de la verdad. Surgen discusiones interminables, porque nadie considera que debe ceder, se hacen imposibles las relaciones familiares y sociales y el mundo acaba convirtiéndose en un manicomio insoportable.

Reflexionando sobre este sueño, Raskolnikov acaba descubriendo que su teoría para justificar el crimen es parecida a la conducta de aquellos hombres locos de su sueño.

Antígona: leyes que nadie ha puesto

Sófocles cuenta en una de sus tragedias la historia de Polinices, un joven que muere en la rebelión contra Creonte, el tirano de Tebas.

Creonte ordena, para dar público escarmiento, que el cadáver de Polinices sea abandonado en el campo para que lo devoren las alimañas. Y si alguno se atreve a darle sepultura, morirá.

Pero Antígona, hermana de Polinices, desafía la orden del tirano y entierra el cuerpo de su hermano. La denuncian ante Creonte, que acusa a la muchacha de despreciar la ley. Ella responde con valentía: "No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para que un hombre pueda estar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses; de esas leyes cuya vigencia no es de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron".

Aquel diálogo continúa, chispeante, y es un buen reflejo de cómo la sociedad griega de hace veinticinco siglos reconocía la existencia de unas leyes naturales inmutables, por encima de cualquier otro poder. Porque si el fundamento de la moral fuese la voluntad de los pueblos, las decisiones de sus jefes, o las sentencias de sus jueces, entonces, todo lo que se aprobara legalmente se convertiría en bueno, aunque fuese mentir, robar o matar.

La ley moral debe surgir de algo impreso en la naturaleza humana, que llamamos ley natural. Una ley que obliga a todos los hombres, y que no siempre coincide con los gustos del momento de cada gobernante, de cada sociedad, de cada persona.

—Pero ¿esas leyes no suponen para el hombre una pérdida de libertad?

Todos aceptamos leyes biológicas, físicas o matemáticas que limitan nuestra libertad. No nos consideramos oprimidos por la ley de la gravedad, que nos impide volar o tirarnos de un noveno piso; la aceptamos, sabiendo que ir en contra de ella acabaría con nuestra vida. Nadie se considera menos libre por aceptar el teorema de Pitágoras o el principio de Pascal. De manera semejante, la ley natural no tiene por qué suponer para nadie una pérdida de libertad. Es más, quienes no quieren aceptar esa norma recta de conducta, porque piensan que así serán más libres, tarde o temprano se encuentran con que son esclavos de su propios vicios y están siendo manejados por quienes explotan su debilidad.

Como ha escrito Alejandro Llano, no somos poseedores de la verdad, es la verdad quien nos posee. Somos servidores de la verdad, no sus dueños ni sus autores.

¿Una moral sin Dios?

—Pero se puede tener una moral muy exigente y elevada sin ser creyente.

Es cierto que existen muchas personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y es cierto también que se pueden encontrar doctrinas éticas respetables que excluyen la fe.

Pero no veo, sin embargo, cómo puede existir una ética que prescinda totalmente de Dios y pueda considerarse racionalmente bien fundada. La ética se remite a la naturaleza, y esta, a su autor, que es Dios.

Para fundamentar cualquier ética es necesario saber quién es el hombre y quién es su creador (Platón decía que no podemos conocer qué conducta nos hace buenos si no conocemos quiénes somos). Una ética sin Dios, sin un ser superior, basada solo en el consenso social, o en unas tradiciones culturales, ofrece pocas garantías ante la patente debilidad del hombre o ante su capacidad de ser manipulado.

Una referencia a Dios sirve —y la historia parece empeñada en demostrarlo— no solo para justificar la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a observarlas. El creyente se dirige a Dios no solo como legislador sino también como juez. Conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente —y presente sin pretender acomodarlo al propio capricho, como es lógico— será más fácil que se observen esas leyes morales.

En cambio, cuando se prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error?

Quien no tiene conciencia de pecado y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo.

Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí. Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios.

Esto sucede más aún cuando la moral laica se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías, los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento de un debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían con pasión. Pero si esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y después a los hijos de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto pierden vigor.

Cuando se niega que hay un juicio y una vida después de la muerte, es bastante fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse.

—¿Y qué le dirías al que, a pesar de buscar a Dios, no tiene fe?

Buscar a Dios es un paso importante. Y casi siempre supone tener ya algo de fe. Si la búsqueda es sincera, tarde o temprano lo encontrará. Yo recomendaría a esa persona que pensara en su propia conducta y en la verdad, que reflexionara sobre qué está bien y qué está mal, y que procurara actuar conforme a ello, pues tal vez es Dios quien se lo está pidiendo. Y obrando bien estará en una buena disposición para descubrir a quien es la fuente del bien.

 

31. ¿LA MORAL AYUDA A PENSAR BIEN?

¿Inculcar una moral es lavar el cerebro?

—Muchos piensan que inculcar a una persona unos principios morales preestablecidos es un modo de lavarle el cerebro. Dicen que lo mejor es que cada uno vaya sacando de su experiencia personal sus propios criterios morales.

Entiendo que lavar el cerebro a una persona consiste en disminuir su capacidad de juzgar razonadamente. Pero educar a las personas para desarrollar el hábito de ser honradas, veraces, generosas, justas o respetuosas con los demás, no puede decirse que atente contra su capacidad de tomar decisiones razonables. Es justamente al revés. Los buenos hábitos morales refuerzan la capacidad de juzgar razonablemente.

Por el contrario, cuando faltan los hábitos morales resulta más fácil que se extravíe la razón. Fue Lenin quien dijo aquello de que "si queremos dominar a un pueblo, antes corromperemos su moralidad".

¿Y si es una moral equivocada?

—Pero no siempre sabemos exactamente qué exige la ley moral, y sería triste correr el riesgo de propagar errores.

La moral es una ciencia difícil y su aprendizaje está efectivamente sujeto a errores, como sucede con todas las ciencias. Pero esos posibles errores no disminuyen su importancia, ni su necesidad, de la misma manera que el hecho de que una persona se equivoque al sumar no significa que las matemáticas estén equivocadas, ni que sean poco importantes.

El fallo y el error son inherentes al obrar humano, y también a la educación y la enseñanza (incluidas las matemáticas). Pero ese riesgo no debe disuadirnos de buscar la verdad ni de ayudar a los demás a buscarla.

Además, la ley moral está más clara de lo que quizá algunos pretenden. Todo hombre percibe en su interior la existencia de una ley que no se dicta a sí mismo y a la cual debe obedecer.

—Pero no siempre tenemos una evidencia clara de lo que es bueno o malo.

Efectivamente, no siempre lo bueno y lo malo se presentan con una claridad total. Pero el hombre que busca la verdad con honradez acaba discerniendo qué es bueno o malo en cada caso.

Habrá muchas aplicaciones prácticas en las que no será fácil discernir lo mejor de lo peor, pues la ética no es una ciencia exacta, como pueden serlo las matemáticas, pero tampoco es una ciencia basada en simples opiniones. Hay bastantes cosas claras y accesibles a cualquiera que busque la verdad ética con rectitud. Y en todo caso, esa búsqueda siempre será fructuosa.

Ley moral y felicidad humana

—Pero a lo largo de la historia han surgido infinidad de concepciones morales radicalmente incompatibles entre sí...

Las diversas concepciones morales que han ido surgiendo a lo largo de la historia del género humano, tienen efectivamente puntos en contradicción, pero también muchos otros en común. Algunos insisten tanto en la incompatibilidad que llegan a pensar que toda ética es una invención humana propia de cada momento o lugar. Pero la historia muestra que la intuición moral natural es bastante común a todas las grandes civilizaciones que han presenciado el paso de los siglos, desde hace miles de años.

Los grandes imperativos morales están presentes en toda la historia. Las grandes conquistas éticas de la humanidad son tan verdaderas como las conquistas de la ciencia experimental o de la técnica. O incluso más, ya que captan más profundamente la verdad y resultan más decisivas para la felicidad humana.

—¿Por qué te parecen más decisivas?

Porque la moral es decisiva para la dignidad del hombre. Despreciar la moral no hace al hombre más libre, como si fuera algo de lo que al hombre conviniera liberarse. Desatender el deber moral degrada al hombre, lo desplaza a un escalón menos humano, lo aparta de la felicidad.

La enseñanza de la religión

—¿Y qué opinas sobre la pretensión de la Iglesia de que se enseñe religión cristiana como una asignatura más en los currículos escolares? ¿No es contradictorio que haya una asignatura confesional en un Estado aconfesional?

Si esa asignatura se elige libremente, pienso que es una pretensión muy razonable, y muy respetuosa tanto con el valor educativo de la religión como con la libertad de los padres. Caben muchas soluciones, como elegir entre esas clases u otras alternativas de ética, o de historia de las religiones, etc.

«La religión —afirma Juan Manuel de Prada—, además de una elección trascendente, es una rama esencial del conocimiento, puesto que sobre ella se fundamenta nuestra genealogía cultural. Para entender cabalmente los tercetos encadenados de Dante hace falta tener una cultura religiosa; para hacer inteligible a Tiziano hace falta una cultura religiosa; para disfrutar de la música de Bach hace falta una cultura religiosa. Y, puesto que no estamos hablando de nimiedades, se impone que esa transmisión cultural sea evaluable; no creo que haya asuntos mucho más importantes que hacer partícipes a nuestros hijos de este riquísimo legado. Considero, pues, inobjetable la existencia de una disciplina que exija unos conocimientos básicos e irrenunciables sobre el fenómeno religioso. Los hombres del mañana no pueden crecer desgajados de su genealogía espiritual y cultural, como si esa herencia incalculable fuese algo inerte; si desterrásemos de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, estaríamos condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Y, como católico, deseo que mis hijos reciban una educación acorde con los principios en los que creo. Puesto que la religión católica es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias, puesto que constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura y nuestra moral, quiero que mis hijos sean instruidos en sus misterios. Quiero que sepan que hubo un hombre entreverado de Dios que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana, que dignificó el sufrimiento inmolándose en una cruz. Quiero que ese hombre entreverado de Dios sea la piedra angular de su formación; a nadie perjudico con esta elección y a nadie se la impongo».

El Estado debe proteger el pluralismo y el derecho de los padres a elegir la formación de sus hijos. Cuando algunos “progresistas” desean que se imponga a todos de una educación materialista, y quieren prohibir la enseñanza de la religión en la escuela, habría que recordarles que no es lícito invocar la libertad para imponer a través del sistema público de enseñanza una concepción materialista y atea de la vida. Sin la dimensión religiosa, queda amputada la visión integral de la realidad.

«Solo desde el cristianismo —recalca José Ramón Ayllón— es posible entender a Lutero y a Erasmo, a Miguel Ángel y a Bernini, a Felipe II y a Enrique VIII, a Dante y a Jorge Manrique, a Lope de Vega y a Quevedo. Gracias a la asignatura de religión han entendido aspectos fundamentales de la historia de Europa: una larga historia que pasa por el Camino de Santiago, por las catedrales románicas y góticas, por la pintura barroca, por el Réquiem de Mozart, la Pasión de Bach y el Mesías de Haendel, y también por la fundación episcopal o papal de las universidades.

»La religión tiene un efecto saludable sobre la personalidad de quienes la estudian. En realidad, no podría ser de otro modo. Porque Jesucristo, el más atractivo y exigente de los modelos que registra la historia humana, contagia generosidad y compasión, comprensión y amor, justicia y responsabilidad, limpieza de pensamiento y de vida, sentido de la vida y de la muerte, alegría y esperanza inquebrantable.

»Ya sé que el cristianismo no es una ética, pero la revolución religiosa que origina tiene, como gran efecto secundario, una extraordinaria revolución ética. Y esa nueva interpretación de la condición humana, unida al orden jurídico romano y al orden mental griego, da lugar a la civilización occidental. Jesucristo llama bienaventurados a los pobres de espíritu, que se saben nada delante de Dios. A los mansos, que no se dejan arrastrar por la ira y el odio. A los que lloran los pecados propios y ajenos. A los que tienen hambre y sed de justicia, y desean con todas sus fuerzas el triunfo del bien. A los que son compasivos y misericordiosos. A los de corazón limpio. A los que promueven la paz a su alrededor.

»Así se resume la ética cristiana. Cristo la presenta en toda su exigencia y radicalidad, afirmando que exige hacerse violencia, pero señalando al mismo tiempo que vale la pena contarse entre los esforzados que lo intentan. En la historia de la humanidad, las bienaventuranzas constituyen un cambio radical en las usuales valoraciones humanas, al poner los bienes del espíritu muy por encima de los bienes materiales. Sanos y enfermos, poderosos y débiles, ricos y pobres, torpes e inteligentes, todos son valorados por Dios al margen de esas circunstancias accidentales. Y eso tiene un enorme valor educativo, en medio de un mundo consagrado al pragmatismo del éxito.

»Además de su indudable valor cultural, la religión se diferencia de las demás asignaturas al ofrecernos este plus de sentido. Por eso, discutir su presencia en las aulas me parece tan pintoresco como discutir las matemáticas o la lengua.»

—¿Y qué dices sobre los peligros de los fundamentalismos religiosos?

Algunas personas dicen que como la religión presenta en algunos casos síntomas fundamentalistas, lo mejor es suprimir la religión como cosa de fanáticos.

No se dan cuenta —señala Ignacio Sánchez Cámara— de que con tan extravagante razonamiento habría que prohibir, entre otras cosas, el fútbol y la política. Tan perspicaces para percibir los desmanes del fanatismo religioso, son incapaces de comprender la potencia humanizadora de la religión, lo que a ella deben las grandes creaciones del espíritu humano, la íntima relación entre arte y trascendencia. Este “fundamentalismo irreligioso”, que sufre convulsiones y mareos con solo recordar la Edad Media y que suele despacharla con las simplezas al uso y las loas a una modernidad tergiversada, no acepta la enseñanza de la religión en los centros públicos. No les basta que exista una opción confesional y otra no confesional. Lo que quieren es la supresión de toda referencia religiosa en los centros públicos, el anatema sobre toda religión, reducida a la condición de patología del espíritu. Son los mismos que ríen y aplauden las blasfemias y las burlas públicas a las creencias religiosas y al sentimiento de lo sagrado y se indignan y braman con gesto plañidero si un jefe de Estado o de Gobierno reza en público. Es una vez más la tolerancia de ida pero sin vuelta, unidireccional. Ni siquiera les basta con poner al mismo nivel la piedad y la burla antirreligiosa. Hay que tolerar todo menos la expresión pública de lo trascendente.

—Pero argumentan que quien quiera formación religiosa, lo lógico es que se la busque y que se la pague.

La neutralidad del Estado no consiste ni en el monopolio de la educación ni en la imposición de una visión materialista de la realidad. El Estado debe proteger el pluralismo y el derecho de los padres a elegir la formación de sus hijos, sin más límites que la defensa de los valores constitucionales y el Código penal. Lo otro es imposición a todos de una educación materialista y atea, y no es lícito invocar la libertad para hacerlo. Sin la dimensión religiosa, queda amputada la visión integral de la realidad, como lo estaría una educación en la que se erradicara el deporte, la música, el arte o la literatura, con la excusa de que hay mucha pluralidad en todas esas áreas y que el Estado debe mantenerse al margen de las diversidades musicales o literarias, o de las preferencias en el deporte o el cine o el arte. Y no puede decirse tampoco que quienes quieran enseñanza religiosa que se la paguen aparte, porque los creyentes también pagan impuestos, y sería como decir que quien quiera deporte o música o arte, que se lo pague.

 

32. ¿POR QUÉ NO SE ESCUCHA MÁS A LA IGLESIA?

¿Con qué derecho habla la Iglesia?

—¿Y qué dirías a los que piensan que la Iglesia no tiene derecho a decir cuál es esa ley natural?

En primer lugar les diría que la Iglesia goza de libertad de expresión, como cualquier otra persona o instancia social. Todos tienen derecho a manifestarse libremente en una sociedad democrática. Por tanto, es perfectamente legítimo que la Iglesia hable con libertad sobre lo que considera bueno o malo, como lo hacen los gobiernos, los sindicatos, las asociaciones que defienden la naturaleza, y como lo hace todo el mundo.

—Bien, pero no querrás que la Iglesia imponga su criterio y acabe por dictar las leyes al Estado...

La Iglesia no lo pretende, por supuesto. Pero se considera en el deber de aportar a la sociedad la luz de la fe. Una luz que puede iluminar profundamente y con gran eficacia muchos aspectos de la vida civil y responder a muchos interrogantes que se plantean en la sociedad.

Además, es interesante recordar que la idea de la separación entre la Iglesia y el Estado se debe al cristianismo. Antes del cristianismo había una identidad generalizada entre la constitución política y la religión. En todas las culturas antiguas el Estado poseía un carácter sagrado. Ese fue, por ejemplo, el principal punto de confrontación entre el cristianismo y el Imperio Romano, que toleraba las religiones privadas solo si reconocían el culto al Estado. El cristianismo no aceptó esa condición, y cuestionó así la construcción fundamental del imperio, es decir, del antiguo mundo. Así que, después de todo, esa separación fue un legado cristiano, y ha sido un factor determinante para el avance de la libertad.

Esa separación no es entendida así en todas las religiones. Por ejemplo, la esencia misma del Islam no la admite, pues el Corán es una ley religiosa que regula la totalidad de la vida política y social, todo el ordenamiento de la vida. La Sharíah configura la sociedad de principio a fin.

La Iglesia católica, en cambio, se limita a recordar lo que considera que son los principios morales fundamentales, y se dirige a todos aquellos que quieran escucharla. Y como es natural, no está obligada a coincidir siempre con lo que diga o haga el poder establecido. Por eso la Iglesia pide libertad para hablar.

Y pide también algo que no debiera faltar en ninguna sociedad: respeto a aquello que es sagrado para otros, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Porque, como escribió Joseph Ratzinger en el año 2000, allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en esa sociedad. En nuestro mundo occidental de hoy se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam. En cambio, cuando se trata de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión parece convertirse en el bien supremo, y parece que limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos. Aquí hay algo que cabe calificar de patológico, en un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que parece no quererse a sí mismo; que tiende a ver solo lo más triste y oscuro de su propia historia, pero que apenas percibe la grandeza de los valores cristianos que desde su origen hay en ella.

¿Imponer valores religiosos a la sociedad civil?

—Algunos se quejan de que la Iglesia parece querer imponer a la sociedad civil sus valores religiosos. Dicen que las creencias son cuestiones que deben quedar reservadas al ámbito personal o familiar.

La Iglesia no trata de imponer a nadie una religión o unas creencias. El Concilio Vaticano II recordó con claridad el esmero que la Iglesia y los católicos han de tener por respetar la libertad religiosa de todos los hombres. La Iglesia católica expresa con libertad su mensaje, dirigido a los fieles católicos y a todos los hombres de buena voluntad que quieran escucharlo. No sería sensato decir que, por el simple hecho de hablar, pretende imponer sus valores a la sociedad civil. Cuando la Iglesia habla, hace uso de la libertad de expresión, a la que, por fortuna, todos tenemos derecho.

Uno de los cometidos de la Iglesia católica es despertar la sensibilidad del hombre hacia la verdad, el sentido de Dios y la conciencia moral. La Iglesia procura infundir coraje y aliento para vivir y actuar con coherencia, para aportar convicciones que puedan representar un fundamento sólido. Y lo hace hablando a las conciencias de todos, aunque muchas veces sea una tarea ingrata y desagradecida, como sucede por ejemplo cuando se dirige a los poderosos que parecen no querer que nadie opine sobre lo que ellos hacen.

El Papa y los obispos están dispuestos a decir la verdad, aunque se enfrenten con una oposición cultural, pequeña o grande. Y lo hacen en sus declaraciones y documentos contra el racismo o la xenofobia; cuando rechazan la cultura del divorcio o defienden el derecho a la vida de los no nacidos, de los minusválidos o los enfermos terminales; cuando cuestionan la laxitud sexual o cuando alientan a las naciones a ser fieles a su compromiso con la libertad y la justicia para todos. La Iglesia protestará cada vez que corra peligro la vida humana, ya sea por el aborto, la explotación de niños, malos tratos a mujeres, injusticias económicas, abandono de enfermos o inmigrantes, o por cualquier forma de abuso o explotación.

—La Iglesia emitirá su juicio si quiere, pero luego sigue siendo la mayoría parlamentaria, elegida democráticamente, quien decida.

Por supuesto. La Iglesia no desea imponer —y menos imponer coactivamente— sus enseñanzas. Pero si la mayoría parlamentaria decide algo injusto, por el hecho de haberse decidido legalmente —es decir, respetando la mecánica parlamentaria— no por eso se convierte automáticamente en justo.

La Iglesia procura sensibilizar a los hombres para que alcancen al menos un cierto grado de evidencia común respecto a las verdades fundamentales. Entre otras cosas, porque sabe bien que resultará difícil que un Estado mantenga por mucho tiempo unas leyes que vayan contra la opinión de la mayoría social.

La Iglesia no mantiene opiniones ni posturas propias en cuestiones estrictamente políticas —la Iglesia desconfía de esas confusiones, en esta época más que en ninguna otra—, sino que procura sensibilizar ante los valores morales y denunciar a quien atente contra ellos, sea quien sea, porque ni el Estado ni nadie es soberano absoluto de las conciencias ni de la sociedad.

—¿Pero con qué autoridad se opone la Iglesia al poder político legítimamente constituido?

La Iglesia expresa sencillamente en voz alta un criterio ético o moral. No se presenta como un tribunal o un censor universal, ni trata de ir dando lecciones a nadie. Simplemente considera que ha recibido de Dios una luz sobre el hombre, de la cual se derivan, a su entender, los derechos y deberes humanos. Y expresa su criterio, como cualquier otra persona o institución.

No se trata de que los eclesiásticos controlen el poder. Primero, porque no es su misión, y la Iglesia ha reafirmado y recordado la prohibición de que los sacerdotes y los clérigos desempeñen cargos públicos. Y segundo, porque para hacer política no basta con tener buenas intenciones morales, y por eso hay que dejar trabajar a cada uno en su ámbito de aptitudes y competencias. La posición de la Iglesia en materia política consiste en emitir, en una situación determinada, un juicio moral: denunciar el mal, sacar a la luz el bien y animar a los hombres a buscar soluciones de forma positiva.

La Iglesia se considera responsable no solo de su bien particular, sino del bien de todos, y debe pedir que se respete el derecho de todos.

Para la eficacia de ese testimonio cristiano, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización.

La fuerza de los estereotipos

Es muy conocida la narración de Soren Kierkegaard sobre el payaso y la aldea en llamas. El relato cuenta cómo en un circo de Dinamarca se declaró un incendio. El director del circo se dirigió inmediatamente a uno de los payasos, que ya estaba maquillado y preparado para actuar, y le pidió que fuera corriendo a la aldea vecina para pedir auxilio, y también para avisar de que había peligro de que las llamas se extendiesen hasta la aldea, arrasando a su paso los campos secos y toda la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la mayor urgencia al circo para apagar el fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba de un truco ideado para que asistiesen en masa a la función.

Aplaudieron y hasta lloraron de risa. Pero no se movieron de allí. Al payaso le daban aún más ganas de llorar. En vano trataba de explicarles que no se trataba de un truco ni de una broma, sino que había que tomarlo muy en serio y que el circo estaba ardiendo realmente. Su énfasis no hizo sino aumentar las carcajadas. Creían los aldeanos que estaba desempeñando su papel de maravilla, y reían despreocupados..., hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. La ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron consumidos por las llamas.

Esta narración puede servir para ilustrar la situación por la que a veces pasan los cristianos, o la propia Iglesia como tal, cuando comprueba su fracaso en el intento de que los hombres escuchen su mensaje. Aunque se esfuerce en presentarse con toda seriedad, observa que muchos escuchan despreocupados, sin temor al grave peligro del que se les advierte.

La Iglesia se encuentra muchas veces con una enorme y agobiante dificultad para remover algunos estereotipos del pensamiento o del lenguaje, con la tristeza de no alcanzar a hacer ver que la fe es algo sumamente serio en la vida de los hombres.

—¿No será un problema de saber explicarse, o de que se plantean demasiadas cosas como misterios?

Puede haber, en efecto, un problema de comunicación, y por eso es preciso por parte de los cristianos un esfuerzo de comprensión, de explicación, de capacidad comunicativa.

En cuanto a lo que dices sobre los misterios, no debe entenderse, al hablar de ellos, que la fe cristiana sea un conjunto de paradojas incomprensibles. Sería un desacierto recurrir al misterio como pretexto para no esforzarse en la comprensión o la explicación. El misterio, tal como lo entiende la Iglesia católica, no quiere destruir la comprensión, sino posibilitarla. Y eso no va contra la racionalidad. También Einstein, por ejemplo, escogió la palabra misterio para expresar la incalculable racionalidad del universo; y también es un misterio la salud, o la felicidad, o el amor, o la educación, y eso no quiere decir que no se pueda profundizar racionalmente en su comprensión. Se les llama misterios en cuanto que son realidades complejas en cuyo conocimiento se puede avanzar racionalmente pero nunca se llega a abarcarlos o comprenderlos del todo.

¿Y una ética laica?

—Algunos defienden que solo sería válida una ética que fuera totalmente laica, sin tintes religiosos, que deben quedar como algo personal de cada uno.

Es un abuso pretender silenciar las convicciones morales del otro —una persona, la Iglesia católica, o quien sea—, solo porque esas ideas o esas personas tienen conexión con unas creencias religiosas. Actuar así no es neutral ni laico, sino injusto. Supone acallar al creyente por ser creyente y dejar hablar solo al que no lo es.

Como ha escrito Rafael Serrano, para que haya juego limpio en el debate moral contemporáneo, hay que partir de una cierta disciplina lógica. Invocar la ética laica no debe bastar para menospreciar las razones del creyente. La ética laica es un concepto que sirve a algunos de comodín para desconcertar al creyente poco documentado, eludiendo de entrada el debate y los puntos flacos de su propia postura. “¿Dices que el aborto es inmoral...? Eso es lo que dice la Iglesia —contestarán—, pero el Estado es laico... ¿No querrás que la Iglesia dicte las leyes?”. Son respuestas más o menos ingeniosas, pero que siempre eluden lo sustancial de la cuestión (si el aborto es o no inmoral), y se limitan a descalificar al interlocutor, no a sus opiniones.

Descalificar al interlocutor por el mero hecho de ser creyente es de un dogmatismo impresentable. Es una forma sutil de rechazar una idea sin tomarse la molestia de rebatirla. Y un modo bastante hábil de imponer el propio criterio moral mientras —paradójicamente— se invoca la tolerancia y el respeto al legítimo pluralismo.

Se trata, en el fondo, de recurrir a la vieja fórmula de presentar a la Iglesia católica como intolerante, anticuada, pasada de moda o incompatible con la modernidad, y que, por tanto, debe ser reprimida. Y con eso hace presión a la Iglesia pretendiendo que se acomode a los estándares de su doctrina laicista. En esa batalla utiliza todos sus resortes, incluido auténticos linchamientos mediáticos, para crear estados de opinión muy hostiles contra la Iglesia. Todo eso hace que en no pocos ámbitos de la vida haga falta verdadero valor para manifestarse como católico consecuente, y que mucha gente buena no se atreva a mostrar su inconformismo.